El alevoso homicidio por un policía local del ciudadano negro estadounidense George Floyd a fines del pasado mayo en la ciudad de Minneapolis parecería la gota que desbordó la copa de la frustración latente entre centenares de miles de norteamericanos con respecto a la violencia racista vigente en la primera potencia capitalista.
El detenido murió luego de que el agente Derek Chauvin le derribó al suelo, ya esposado, y le presionó el cuello con su rodilla por unos ocho minutos, en una escena de brutal agonía que ha dado la vuelta al mundo en las redes sociales.
Como declaró a la TV otro ciudadano estadounidense, en una imagen exacta de la entraña del crimen ocurrido en Minneapolis, el oficial que mató a Floyd actuó igual que un león hambriento. Es decir, entorpeció las vías respiratorias de la presa hasta su asfixia total como si se tratase de un antílope u otro animal salvaje.
De inmediato el caso se transformó en la chispa de un estallido de manifestaciones masivas en los Estados Unidos que tal vez pocos imaginaban a estas alturas en aquel país. Incendios, batallas campales con la policía, represión extendida, toque de queda en decenas de ciudades y diatribas presidenciales desde el búnker de la Casa Blanca que ordenan “mano dura” contra los “desenfrenados matones” que ocupan calles y plazas públicas, confirman que, como hasta ahora en poco más de tres siglos, el tema del racismo sigue siendo una mácula norteamericana sin una cercana solución oficial.
En consecuencia, el asesinato de George Floyd tiene claros antecedentes en la añeja violencia estructural del capitalismo gringo con respecto a la población negra y a otros grupos étnicos locales.
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Considerar bestias inferiores a otras razas, y estimarse perfectos, infalibles y superdotados los segmentos de blancos ultraconservadores y encumbrados, es un signo distintivo de aquel sistema que aun así insiste en imponerse a escala global como modelo de equidad y justicia.
Según la maestra estadounidense Jane Elliot, del Estado de Iowa, de 87 años de edad, y que ha dedicado gran parte de su vida a divulgar el tema del racismo en el país, “no se puede abusar de un segmento poblacional por tres siglos y esperar que aguante indefinidamente”.
Por otra parte, a raíz de los violentos sucesos que han seguido al asesinato de Floyd, no cesan los criterios de no pocas fuentes sobre el panorama gringo actual. Hay que recordar que el brutal asesinato tiene lugar en medio de la pandemia de la COVID-19 que ha matado a más de cien mil norteamericanos, en gran medida desfavorecidos, y ha puesto en crisis la economía local.
Es decir, todo un caldo propicio para reacciones enérgicas y hasta desesperadas entre los sectores más lastimados que, por cierto, algunos adulteradores oficiales de las redes sociales han empezado a intentar vincular con “agentes externos antinorteamericanos pagados para sembrar el caos interno”, algo así como un renovado “Estados Unidos bajo el fuego del terrorismo internacional” de los controvertidos días del 11 de septiembre de 2001.
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Hecho este último que, sin embargo, contrasta con otras denuncias de diferente cariz político que revelan que grupos supremacistas gringos están incitando y generando, por vía digital, conductas y acciones extremistas en las manifestaciones para desacreditar la esencia antirracista de estas y justificar y desatar las desmedidas respuestas policiales que todos los días muestran las televisoras globales.
Lo cierto es, y a manera de conclusión, que, al abordar el panorama interno de los Estados Unidos en estas horas, no se puede obviar la lamentable historia de la primera potencia capitalista con respecto a las llamadas minorías étnicas. Y es que la violencia primigenia ha venido siempre de los explotadores, por tanto, nadie busque entelequias ni fantasmas ajenos para explicar un drama netamente endémico.
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