Cuando se hace arroz, en el fondo de la olla quedan a veces unos restos adheridos. Entonces hay dos opciones, echarle agua para que se ablande y poder fregarla, o poner un poquito de aceite, sal y volver a cocinar unos minutos. Por esa última vía surge la raspa (para mí, una maravilla) o raspita, como le dicen mi hija y mi hijo.
La raspita siempre me lleva a mi infancia, a la cocina de mi mamá, de donde en ocasiones salía ese manjar dorado y crujiente, que aún hoy me hace muy feliz. Mi esposo se ríe de esa costumbre mía de hacer raspa, pero mis hijos son seguidores muy entusiastas de mi gusto.
Desde que se me ocurrió darles a probar tengo competidores de temer; me es imposible prepararme un poco para mí sola, porque desde cualquier lugar de la casa donde estén adivinan el sonido del caldero y se "parquean" al lado mío esperando su parte del botín.
Hace pocos días viajé a Viet Nam y descubrí una preparación, en un restaurante muy elegante, que llevaba raspa. Sentí ganas de hacerle una videollamada a mi pareja en ese momento, para demostrarle que la raspita es cosa seria, pero a esa hora al otro lado del mundo, él estaría durmiendo.
Esta semana, fregando la olla luego de una tanda de raspa, y de "fajarnos" mis hijos y yo por quién había comido más, me lastimé el nudillo del dedo índice. No fue nada grave, pero me quedó una cortadura un poco fea . Ellos ni se enteraron.
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Esa noche tuve una pesadilla desagradable en la que mi hijo se caía, tan desagradable que dentro del mismo sueño me convencí de estar soñando. Y ese detalle hubiera pasado sin más, si no fuera porque al entrar al círculo la tarde siguiente, la directora se paró de inmediato de su asiento, como si me estuviera esperando -y de hecho lo estaba- y me dijo: "mamá, hoy el niño se cayó".
Para qué contar, si de seguro toda madre o padre lo ha vivido alguna vez, el desasosiego interior que experimenté mientras me explicaban (y yo lo sentía en cámara lenta) lo sucedido: la carrera, el tropiezo, la herida en el labio, en la encía, la seño llevándolo de emergencia al dentista, los dientes ilesos.
Subí como una tromba la escalera hasta su salón, porque vista hace fe. Y ahí estaba, un paño con hielo sobre su boca, sentado muy tranquilo. Mientras la educadora me relataba otra vez los sucesos, yo intentaba inspeccionarlo. Pero mi hijo, que en ese momento vio la herida de mi dedo, no me dejaba, y no hacía más que preguntar: ¿Mamá, qué te pasó ahí? ¿Te duele? ¿Dime cuándo fue? ¿Te salió sangre?...
Todas las preguntas que yo deseaba y necesitaba hacer, salían de su boca, con verdadera alarma, ante mi nimia "yaya".
No pude ver la magnitud de su lastimadura hasta que no le conté lo que me había pasado.
Rato después, en casa, superado el susto inicial, y tras constatar que el incidente solo supondría cuidados un par de días, me conmovió esa escena. Si yo lo cuido, él me cuida, y ella también. La maternidad es, siempre, un camino de doble vía: damos y recibimos.
Quizá un día preparen su propia raspa y piensen en mí, como lo hago yo en mi madre. Y sean esos detalles los que pueblen de belleza los recuerdos de su infancia, cuando ya no quede ni la sombra de mis sustos ante las consecuencias de sus travesuras.
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