Escudriñar archivos y cronologías en busca del rastro que dejara en el cine cubano la presencia de José Martí, en filmes de ficción, documentales y animados, equivale a comprobar las distintas etapas que atravesara la cinematografía nacional. Porque “el misterio que nos acompaña” también sedujo a los creadores audiovisuales desde las representaciones en exceso románticas y afectadas anteriores a 1959, hasta el difícil post-postmodernismo del siglo XXI; pasando por el empeño didáctico y las maniobras supremamente pedagógicas de los años sesenta a los ochenta, que intentaron explicar, desde una perspectiva quizás demasiado obvia, e ideológica, lo que significa Martí para Cuba, y viceversa.
Afirmaba el Apóstol, en el periódico venezolano La Opinión Nacional, el 8 de marzo de 1882, que “la historia universal no ha de construirse con arreglo a las creencias parciales y sectarias del que la escriba —sino como un reflejo leal de lo que el Universo dé de sí”. De modo que en cada etapa, ante cada obra, será preciso develar tanto las creencias que propulsaron cada realización, como sus aportes concretos a la gradual edificación de una cultura visual centrada en el intelectual cubano; lo cual también definió con nitidez el sesgo que debieran adoptar los estudios que intentan explicar un fenómeno a lo largo del tiempo: “la historia anda por el mundo con careta de leyenda. No hay que ver solo a las cifras de afuera, sino que levantarlas, y ver, sin deslumbrarse, a las entrañas de ella” (periódico argentino La Nación, 22 de octubre de 1885).
Ignoradas y despreciadas, al igual que la mayor parte de las producciones del cine republicano (después de la creación del Icaic), las películas inspiradas en la vida o las obras de Martí dan cuenta de un personaje ya mítico, esculpido en bronce o mármol, en íconos coincidentes con las estampas de los libros de Historia en las escuelas primarias. Fueron dos los principales largometrajes de ficción generados entre los años cuarenta y cincuenta: La que se murió de amor o Martí en Guatemala (1943) y La rosa blanca (1954). Ambas suscitaron el mayor esfuerzo de una cinematografía balbuceante y todavía colgada de las tradiciones narrativas inherentes al teatro vernáculo y a la literatura romántica decimonónica.
Dirigida por Jean Angelo, quien se llamaba realmente Ángel Hernández de Velazco, La que se murió de amor fue considerada irrespetuosa, en tanto sugería el devaneo amoroso de un mártir que la oficialidad y la memoria colectiva habían santificado. Por provocativa y escandalosa, su exhibición fue, en principio, prohibida por las mismas autoridades que la habían financiado. Angelo insistió en sus propósitos y, casi una década después, ilustró al pie de la letra, a la manera de un video musical narrativo contemporáneo, sin demasiada imaginación, el poema “Los zapaticos de rosa”, devenido cortometraje de 1952, producido por el Ministerio de Información. El empeño patriótico-santificador tampoco se detuvo allí y en el año del centenario se realizaron dos cortometrajes documentales: Martí, mentor de juventudes, de Juan Díaz Quesada y Siguiendo la ruta de Martí, de Enrique Crucet.
La próxima película dedicada a la memoria de Martí sería utilizada por el gobierno batistiano como recurso de legitimación patriótica: La rosa blanca quiso ser el filme definitivo del cine cubano y sobre la biografía del héroe; por ello incluye buena parte del talento histriónico y técnico de una cinematografía que, a mediados del siglo XX, intentaba conformar su período clásico a la manera de sus pariguales argentina, mexicana o brasileña. Se aprobó un presupuesto de doscientos cincuenta mil dólares (de la Comisión organizadora de los actos conmemorativos del Centenario de Martí) y fueron contratados, en posiciones claves, el realizador mexicano Emilio “El Indio” Fernández, junto con sus habituales colaboradores el fotógrafo Gabriel Figueroa y el guionista Mauricio Magdaleno, probados especialistas en melodramas épicos de confirmación nacionalista.
El equipo de artistas mexicanos, a los cuales se sumó el actor Roberto Cañedo, jamás entendió en profundidad a Martí ni a sus circunstancias, de modo que los muy parciales toques de nacionalismo reivindicativo fueron aportados por algunos de los mejores intérpretes cubanos de esa época (Gina Cabrera, Raquel Revuelta, Dalia Íñiguez); las imágenes de El Morro, de La Cabaña, de la bahía de La Habana, de la plaza de la Catedral o la banda sonora donde se incluyen “La bayamesa” de Céspedes y Fornaris, “La bella cubana” de José White o la muy popular “Martí no debió de morir”. La rosa blanca fracasó no por el exceso de melodrama, como han dicho algunos, sino por su defecto, pues la trama resulta incapaz de suscitar emoción en el espectador debido a la altisonancia épica casi constante y a un personaje protagónico resuelto desde la exterioridad, el hieratismo y la impostación, tal vez condicionados por el respeto paralizante que ya inspiraba la figura histórica.
Además, el proyecto resultó desmesurado, pues se intenta relatar en episodios la vida del personaje desde su juventud rebelde (junto a Fermín Valdés Domínguez y los trágicos sucesos del Teatro Villanueva), el destierro en España, el reencuentro familiar en México, la estancia en Guatemala y Estados Unidos, el regreso a Cuba con el desembarco por Playitas y su muerte en Dos Ríos. Cualquiera de estos episodios hubiera resultado más que suficiente para desbordar una película de duración promedio, como lo demostró, varias décadas después Fernando Pérez con José Martí, el ojo del canario, concentrada justo en la infancia y juventud del prócer, las etapas que menos se conocen.
Independientemente de sus muchísimos defectos, la posteridad se ensañó con La rosa blanca que está, más o menos, al mismo nivel estético del cine épico latinoamericano de ese momento: en la misma tesitura altisonante que buena parte de las biografías fílmicas de aquella época, solo que argentinos y mexicanos se han dedicado a establecer la importancia fundacional de La guerra gaucha o Vámonos con Pancho Villa, mientras los cubanos denigramos La rosa blanca, y decidimos considerarla ajena, extraviada e insalvable. Habría que acabar de asumirla en tanto testimonio indispensable de la época republicana y de su relación con el pasado colonialista, porque esta es una de las pocas películas de ese período con tema martiano que se conserva íntegra y muy poco, o nada, nos queda de los otros proyectos mencionados —sabemos que existieron por las referencias de historiadores del cine cubano como María Eulalia Douglas (La tienda negra) y Luciano Castillo (Cronología del cine cubano), y a las notas periodísticas de la época—.
Gracias al periodismo que acompañó a todos estos títulos, hecho casi siempre en positivo —con excepción de La rosa blanca— se puede inferir que Martí aparecía revestido por la santificación mesiánica, o a la manera de un héroe o ídolo sin vida real, consagrado de forma perenne a la independencia de Cuba y a la escritura de versos inigualables que, ya en aquel entonces, recitaban de memoria la mayor parte de los niños cubanos. Debe aclararse que sería injusto juzgar los filmes de esta época sobre Martí y condenarlos por su perspectiva hagiográfica y encartonada, porque la metáfora inmanente que Martí representa también sobrecogió a varios realizadores del Icaic, como veremos a continuación.
Fundador del Icaic, y uno de los más decididos defensores del cine histórico en vertiente didáctica e instructiva, José Massip dirigió sendas obras con esta temática: el cortometraje documental, dramatizado, Los tiempos del joven Martí (1960) y el largometraje de ficción, con elementos documentales Páginas del diario de José Martí (1971). El primero de ellos es, definitivamente, una obra de autor en tanto lleva argumento, guion, edición y narración de Massip, quien decidió eludir las excesivas ambiciones que lastraron proyectos anteriores y concentrarse en el período juvenil, que culmina con el destierro a España, en 1871. Los tiempos… comenzó a realizarse en 1957 y solo pudo concluirse con la creación del Icaic en 1959. Presenta actuaciones de Eduardo Egea y Roberto Blanco, música de Harold Gramatges y utiliza escritos del Apóstol —que se escuchan en off— para informar sobre la guerra iniciada en 1868; de modo que a la existencia más o menos apacible, y doméstica, del joven Martí, se superpone la épica independentista que él mismo elogió tantas veces.
Una década más tarde, Massip regresó sobre esta temática, pero se acercó a los últimos días del prócer según consta en su Diario de campaña. El Icaic había conseguido una solvencia profesional muy notable, además del espíritu vanguardia estético que también se demuestra en Páginas del diario de José Martí, realizada en sintonía con los reclamos del Congreso de Educación y Cultura respecto a la profundización del cine en los orígenes de la nación. Con fotografía de Jorge Haydú y Julio Simoneau, edición de Justo Vega, música de Roberto Varela y las actuaciones de Roberto Díaz, Raúl Pomares, Adolfo Llauradó, Daisy Granados, Luis Alberto García (padre), Gerardo Riverón y Rudy Mora (padre), entre otros; el filme asume literalmente —en off— el texto martiano y lo ilustra con imágenes que dramatizan y referencian lo descrito, de modo que se entretejen documental y ficción: una de las tradiciones más distinguidas en la urdimbre de los mejores filmes cubanos de esa época (Lucía, La primera carga al machete).
Para corroborar la importancia del filme, Alejo Carpentier escribe en la revista Cine Cubano que es “ese latente, inesperado, contenido cinematográfico de la prosa martiana, en el Diario donde se nos narran las jornadas que de Cabo Haitiano condujeron a Dos Ríos, el que ha percibido José Massip, al concebir la obra mayor que hoy se ofrece a nuestra admiración. (…) Debe alabarse el tacto maestro, el afán de veracidad, de autenticidad, con que José Massip ha culminado la proeza de animar las figuras de Máximo Gómez y Martí sin haber restado nada a su sencilla y humana grandeza”. Es decir, que el Icaic había generado la primera gran película sobre el Apóstol, cuyos ideales humanísticos y ansias libertarias fueron exaltados por el cine cubano a la luz de la campaña ideológica por los “Cien años de lucha”, propulsada en 1968, que demostraba la continuidad entre los mambises y la Revolución, en tanto procesos complementarios en un siglo de batallas por conseguir la independencia.
Desde esa perspectiva, que reforzaba la continuidad de los dos procesos históricos, aparecieron, poco antes o después que el documental de Massip, otros dos a cargo de Santiago Villafuerte y Enrique Pineda Barnet. El primero de ellos dirigió Un 28 de enero (1968) que resaltaba la presencia del ideario martiano en las aulas cubanas, en el marco de varios fragmentos del discurso pronunciado por el Comandante Ernesto Guevara el 28 de enero de 1960; mientras que Pineda Barnet prefirió, en el también cortometraje documental Versos sencillos (1972), describir el significado actual de una de las colecciones de poesía más hermosas del habla hispana.
Sin embargo, fueron dos documentales de Santiago Álvarez (El primer delegado y Mi hermano Fidel) los que aportaron la confirmación cinematográfica definitiva de la idea de la continuidad entre la Revolución y el independentismo martiano. En fechas previas al Primer Congreso del Partido, Santiago realiza El primer delegado, que describe la actividad política e ideológica de Martí durante la fundación del Partido Revolucionario Cubano (1892), en su gestión internacionalista y unificadora de los combatientes de la Guerra de los Diez Años, sobre todo los emigrados a Estados Unidos. La idea de la persistencia libertaria se ratifica en la siguiente, Mi hermano Fidel, que contempla el encuentro y la entrevista entre el líder de la Revolución y el campesino Salustiano Leyva, testigo excepcional del desembarco de José Martí por Playitas, en 1895, para dar comienzo a la guerra de independencia. Ambos documentales confían, tal vez demasiado, en el valor de la entrevista y en las virtudes meramente enunciativas de la cámara y el montaje; pero sin dudas hacen parte de una producción cinematográfica que, en los años setenta, confirmaba en cada fotograma su carácter comprometido y militante.
Aunque tal vez se ha estudiado menos de lo debido, Santiago Álvarez siempre fue uno de nuestros cineastas más apasionados por el legado martiano. En Hanoi, Martes 13 (1965) se escucha en off el texto de La Edad de Oro que enaltece las virtudes de los anamitas, mientras ve, en el presente, cómo viven y luchan por su libertad, bajo las bombas yanquis. Además, varias ediciones del Noticiero Icaic Latinoamericano se refieren a las efemérides vinculadas al Héroe Nacional, como la número ciento treinta y ocho, del 28 de enero de 1963, donde se da cuenta de las visitas al museo Casa Natal de la Calle Paula; en la número quinientos noventa y tres, del primero de febrero de 1973, se registra la firma en París de los acuerdos de paz en Vietnam, junto con el desfile de antorchas por el aniversario ciento veinte del natalicio; y en la número ciento dieciocho se glosa la trascendental conferencia que dicta Eusebio Leal sobre Martí y La Habana.
Y si el independentismo o la trascendental obra literaria, se erigieron en ejes temáticos de los principales documentales martianos del Icaic, también se conectaban pasado y presente, en cuanto al enaltecimiento de un símbolo antimperialista, en Crónica de una infamia (1982). El documental fue escrito y dirigido por Miguel Torres en 1982, con fotografía de Guillermo Centeno, sonido de Jerónimo Labrada y, como trama, los acontecimientos que rodearon la profanación de la estatua del Héroe Nacional por marines norteamericanos de una flota de guerra de visita en La Habana, en 1949. Con una sabia manipulación del material de archivo y la inteligente dramatización de los hechos (cuando el archivo resultaba insuficiente), el documental consigue del espectador la respuesta emotiva esperada.
Un patriota imaginario, adaptable y dicharachero, Elpidio Valdés, cumple con las ansias de representación histórica, vista con espíritu contemporáneo, en la animación cubana de los años ochenta y noventa.
Pero también estuvo presente la huella martiana, ahora colocada al centro de filmes más distendidos y artísticos, menos tensos por el imprescindible compromiso con las agendas políticas y educacionales. Con dirección, guion, y diseño escenográfico de Tulio Raggi, en 1983 se estrena el hermoso corto animado El alma trémula y sola, que recrea el deslumbramiento del escritor, durante su estancia en Nueva York, con una actuación de la bailarina conocida como La Bella Otero. Muchas veces convertido en canción, el poema contiene un retrato, desde una perspectiva muy cinematográfica de escala de planos, montaje y angulaciones, sobre el performance de una famosa bailarina; ese retrato desborda erotismo, belleza y detalles visuales.
Después de la mengua económica de los años noventa, que colocó en cero la producción del cine nacional en varios años, luego de la crisis de valores posterior a la caída del socialismo real en Europa, parecía cumplirse la maldición de Cabrera Infante sobre la imposibilidad de llevar al cine a Martí, más allá de lo didáctico y político. Entonces, llegó José Martí, el ojo del canario (2010), el tercer intento de Fernando Pérez en el cine histórico (luego de Clandestinos y Hello Hemingway) y el único de sus filmes que se aproxima a la variante biográfica de un personaje real, aunque se aparte del didactismo reinante en este género.
El guion, escrito por el propio director, intenta revalidar, a la manera de la mayor parte de los filmes históricos, las acciones que marcaron la vida de un hombre destinado a construir, en líneas generales, el imaginario de una nación. Solo que el futuro héroe es visto desde la niñez y la adolescencia y, por ello, se muestra a un muchacho parecido a sus contemporáneos, pero inmerso en un proceso de constante observación y aprendizaje, de crecimiento moral, intelectual y espiritual. Sin embargo, el guion insiste en sus miedos y debilidades y se describe un niño inerme, victimizado por el abuso y el despotismo. Más tarde se despliega el conflicto entre los deseos de expansión del joven intelectual y un hogar amoroso, pero represivo, con el cual entrará en contradicción el protagonista; quien adquiere su dimensión heroica, trágica, hacia el final del filme, cuando se enfrenta a sus padres y se queda solo defendiendo la libertad y la dignidad de la nación.
Por el ciento cincuenta aniversario del natalicio de Martí Ernesto Padrón realiza la serie de cortometrajes animados Conociendo a Martí, que consta de capítulos como “Memorias del Hanábana”, “Hermanas” y “El Presidio”; que se acercan, al igual que Fernando Pérez, a la infancia y adolescencia del héroe. Los cortos mencionados precedieron al celebrado largometraje Meñique (2014), el primero realizado en animación 3D en Cuba y que se basa en el cuento “Pulgarcito”, adaptado y traducido por Martí para La Edad de Oro. Padrón dirigió, escribió, fotografió e hizo la dirección de arte (junto con Tulio Raggi y Alejandro Rodríguez) y, además, se ocupó de que el ideario martiano se trasmitiera a los más jóvenes espectadores mediante códigos muy contemporáneos del cine de acción y aventuras: a través de la historia de un joven campesino que describe un complicado itinerario de pequeñas y grandes hazañas, sin perder jamás el talante generoso y solidario.
Poco después, en 2016, la Muestra Joven del Icaic consagró como Mejor Documental, Edición y Diseño de banda sonora a Héroe de culto, de Ernesto Sánchez; una crítica sutil, responsable, a la mercantilización y consiguiente vulgaridad del culto al prócer a partir de la producción en serie de bustos y estatuas y su posterior maltrato o abandono. Combinación de documental de corte aparentemente observacional, con un profundo sentido crítico y simbólico, Héroe de culto corrobora el triste destino de los centenares de bustos de plástico y se pregunta, de forma indirecta, si es ese el modo idóneo para secularizar el legado y el pensamiento de quien escribiera que los héroes son patrimonio de todas las edades, tal y como se ha demostrado en este sucinto recorrido por las principales variaciones martianas del cine cubano de antes y de ahora.
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