La contradicción quizás empezó cuando aquella primerísima exposición de Oswaldo Guayasamín fue censurada por la burguesía ecuatoriana, a la vez que reconocida por el magnate Rockefeller. Se ponía de manifiesto el carácter dependiente y prejuicioso de las élites del mundo colonizado, a la saga incluso en la habilidad para la recepción del arte de vanguardia, tanto así que sus patrones del norte eran capaces de ver mejor la transgresión estética, el gesto brutal y descarnado, el arte.
Lo mismo sucedió con Diego Rivera, a quien se le contrató para los murales de los centros financieros de Nueva York, quizás en un intento por absorber la huella rebelde del hombre, que es en definitiva su única dignidad. Pero Guayasamín bebió de esa tradición mexicana solo para darle paso a una inquietud bien propia.
Cuentan que en una de las manifestaciones antigubernamentales de la época había caído muerto el amigo más cercano de Guayasamín, suceso que inspiró buena parte de la obra del pintor, desde entonces situado a la izquierda del espectro político.
Salvador Dalí decía que un hermano suyo, de nombre también Salvador, murió y que vendría siendo la realización de los dos e incluso que a veces veía a su hermano. En esa mística del doble, que definió la carrera del grande español, se inscribiría un Oswaldo que buscaba en las figuras del continente ese amigo perdido, ese hermano. Bella filosofía de la eternidad hallada mediante el arte.
Se dice que Guayasamín, aunque haya viajado el mundo, jamás dejó las callejuelas de su ciudad natal, de hecho, sus cuadros, si bien universales, solo se sostienen a partir de un discurso irreverente y auténtico. Si la verdad es el lenguaje, este pintor hizo suya una poética de denuncia a la vez que de belleza, pero sabemos que lo real no solo reside en el arte, sino en los mil vericuetos de la injusticia concreta.
Vivimos en una era marcada por relaciones de producción que se esconden, que mitifican el rostro detrás de supuestos estados naturales, de manera que la economía se nos presenta como una tragedia que debe asumir de forma resignada. Lejos de ello, nos quieren esconder que la sociedad la hacemos los hombres. A eso alude la obra de un pintor comprometido como Guayasamín, a la necesidad de inclusión.
Por otro lado, se presenta a la derecha como la “luchadora” por los derechos humanos, en tanto los de izquierda somos juzgados como totalitarios, retrógrados y mediocres, pero sabemos que esa inversión de los polos en verdad obedece a un discurso de fuerza, que compra o silencia las voces divergentes.
Nos hacen falta voces de valía, capaces de brillar y de hacerlo a pesar de todos los entuertos ideológicos que aplanan el consumo. He manejado muchas veces la tesis, en este y otros espacios, de que el capital nos conduce a un nuevo feudalismo. Dicho sistema, a la par que deja intactas las relaciones de vasallaje ya existentes, impondría una dictadura del pensamiento que tiene dos fases: la primera de guerra cultural sutil y la segunda de monopolio absoluto y abierto de la información.
En ese contexto de poder de la nueva derecha neoconservadora, los cuadros de Guayasamín molestan más que nunca. Son peligrosas las poéticas que rescaten la parte quijotesca del hombre, porque conviene despolitizar, para que el debate ni siquiera surja. Ello nos lleva a una Edad Media novísima, donde no podríamos siquiera mirar más allá de los minaretes del castillo del señor. Así que cuando Oswaldo pintaba esos hermanos suyos, siempre nacientes a pesar de estar muertos, el capital se removía por dentro.
Cuando hablo de estas cosas, así, directamente, siempre aparece quien me acuse de mezclar categorías, sin percatarse de que en verdad todo está unido, el mundo es una misma cosa en todas sus facetas. Cuando se pinta o se escribe, están presentes todos los mundos posibles, de ahí lo necesario de hacer un hecho aquello que es bueno y casi imposible. Como dijo Silvio Rodríguez, otro retratado por Guayasamín, “he preferido hablar de cosas imposibles, porque de lo posible se sabe demasiado”.
Por eso comparo al pensamiento creativo con una sonata, de manera que el lenguaje y la verdad son una misma cosa, la saeta que necesita el hermano muerto para venir a la vida. Y esas son las resurrecciones que valen, las que ocurren para siempre. Quizás Rockefeller estaba renunciando a su esencia capitalista por un instante, cuando financió el despegue de la obra de Guayasamín, o quiso comprarlo todo para dejar solo el silencio.
Lo cierto es que en esa lógica de los pueblos, que incluye tanto a los oprimidos como los opresores, la verdadera poesía los va a tratar a ambos, en una amalgama hermosa, siempre esperanzada. Fue Hegel en su dialéctica del amo y el esclavo quien dijo que el sojuzgado se humaniza a la par que trabaja la materia, esto es, que gana en sabiduría, mientras que el calmado opresor pierde esencia, se enajena.
Si eso es así, Oswaldo trabajó con sus manos la raíz misma de la vida de América e hizo los mejores tratados de ciencias políticas, sin despegarse jamás de una poesía tan comprometida como útil, quizás la última que nos quede luego del naufragio. Si la derecha neoconservadora logra su objeto feudal, quizás ya no haya Rockefeller que financie un nuevo Guayasamín.
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