Por: Elaine Vilar Madruga
No mirarás, advierte Roberto Viña. Desde el título de su más reciente obra teatral publicada, el dramaturgo se erige desde un (neo)mandamiento que, desde la curiosidad y la hybris humana, seremos incapaces de cumplir. Y sí, miraremos a través de la celosía, del ojo de buey, de la señal en neón que brilla en la pared de un veinte plantas —esos, nuestros rascacielos ya no tan modernos—y, al ver, habremos pecado y comulgado, habremos sido castigados con la peste (negra) del eterno círculo.
En ese eterno círculo, en ese averno dantesco que recuerda el castigo primordial, deambulan —como en el limbo de las precauciones— los personajes de esta obra. Son suyas las tragedias de un edificio (sutil metáfora) que se desmorona y se reconstruye de las ilusiones pero, sobre todo, de las desesperanzas.
De igual manera que, en una escena de la obra, los vecinos del edificio despojan el apartamento de una mujer solitaria que recientemente acaba de fallecer; los personajes parecen discutir las sobras que permanecen encima de una mesa llamada Historia. Aquí, en ese acto subterráneo, en esa acción iceberg, descansa la tragedia de este texto teatral.
Sus personajes viven en cajas solitarias. El apartamento, el edificio, los largos pasillos de la incertidumbre se advierten como las jaulas donde estos pájaros, silenciados por sus circunstancias, intentan piar inútilmente. Para ellos no existe la esperanza ni la purga del final. Para ellos no existe salida porque, antes que ser los presos de su propia circunstancia, son los testigos de la soledad que los rodea y de la claustrofobia que se ha convertido en el arma (biológica y psicológica) de sus propios suicidios.
La obra es una ruleta rusa. Una ruleta rusa que tiembla y da vueltas y vueltas y que, por momentos, parece apuntarnos con la única bala que porta. Sin embargo, el dramaturgo —y su habilidad— evitan con tino el disparo final y en esa contención —esa contención que es espasmo, que resulta peor que el hecho del desmoronamiento total— es que se gesta el gran drama de la circunstancia en la que los personajes se envuelven y revuelven: la caja no se expande, la jaula no se abre, los pájaros no pían, los pájaros continúan —y continuarán— dentro.
Nucleada en torno a un matrimonio —Sara y Mateo— dentro de un espacio que es claustro, No mirarás se erige en torno al testimonio (o al menos, en ese rejuego y posibilidad, el autor concentra la acción). Sara y Mateo viven en un sitio envejecido, no solo desde la estructuración arquitectónica o espiritual —esa corrosión del alma que se percibe, metafóricamente, en las goteras que inundan y disparan la acción dramática—, sino también viejo en su condición de lugar que solo parece habitado por ancianos.
Por momentos, la mención de tiempos mejores, de niños que crecieron y ya no están, de testigos que se asoman y se espantan, de pájaros que pían en jaulas cercanas pero sin llegar a la central, parece indicarnos que esta caja es más amplia de lo que creemos: sin embargo, el autor no nos da ilusión, no ofrece consuelo y solo advierte, ordena en una condición demiúrgica: No mirarás. Porque es necesaria la ceguera, sí. La ceguera es conformidad y aceptación. La ceguera es la única forma de que el barrote de la obra y de sus circunstancias no sean perceptibles.
Roberto Viña estudia la anatomía de una época y un país y, sobre todo, de una generación envejecida y de sus ilusiones… también envejecidas al mismo ritmo de la vida. No es este un texto simple ni complaciente sino un texto escara, un texto silla de ruedas, un texto que, como Yoya —la anciana demente de la obra— ve cucarachas en cada rincón de la habitación que se pretende impoluta. La pregunta es: ¿realmente la habitación está tan limpia como se dice?, ¿existirán las cucarachas salvo en las alucinaciones? Advierte, lector, no mirarás. Por tu bien, no mirarás.
Obras como esta no requieren de aplausos cerrados sino de silencio. Ese minuto de silencio que concedemos ante los grandes y terribles hechos de la humanidad. Cáustica, claustrofóbica, catártica, No mirarás es el mapeo que nos conduce en ese averno, en ese limbo, en esa cueva o jaula dantesca. Si bien no existen rutas de escape ni esperanzas, al menos sí se vislumbra un espejo que nos permite, en toda su crudeza, contemplar la dimensión de lo corrosivo.
El lector ya conoce la advertencia. Sin embargo, curioso es no solo el gato sino también el hombre. No mirarás, desde su imposición, parece ordenar lo contrario. Este texto, ganador de una Beca de Creación Dador en el 2016 y del Premio Milanés de Teatro en el 2017 —escrito como parte del Taller Internacional del Royal Court Theatre de Londres impartido en La Habana y finalmente publicado por Ediciones Matanzas en el 2018— hace que la jaula implosione y permite el atisbo de lo terrible y de lo humano en un cuadro que Caravaggio, desde el claroscuro, habría querido pintar.
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