Las ciudades del mundo bullen al paso de una nueva ola social, no quedan rincones libres de las muchedumbres que reclaman un lugar en la historia, una razón. Y, en ese punto, todos formamos parte del derecho a construir sociedades culturalmente abiertas, donde quepan los criterios de corte humanista, que persigan un mejor porvenir. En la era de cambios, se tambalea un orden y no hay un reemplazo, no existe una ficha que arregle el complejo dominó que hoy somos. Es sin dudas de un cambio cultural, lo cual implica afectaciones en la índole incluso de la naturaleza más innata.
Para quienes ya peinan canas, el golpe es mayor, ya que se trata de un traspaso no comparable con la caída del Muro de Berlín, o con el fin de la Segunda Guerra Mundial, sino del advenimiento de una nueva cultura no necesariamente mejor, aunque sí definitiva, inexorable. Como aconteció en el siglo V de Nuestra Era con la caída del Imperio Romano, el cambio está retrayendo a la humanidad a mecanismos que nos son extraños para quienes hemos nacido en un mundo en globalización. Vuelven a ser importantes los campos, los pequeños pueblos, donde es más fácil lograr el aislamiento social y no contagiarse de la pandemia omnipresente en la voraz urbe. Así sucede en la campiña francesa, hoy abarrotada de gente que huye de la antes envidiable París, cuyas calles son vistas con desconfianza, temor.
Las redes se tornaron el simulacro de un espacio físico que hemos dejado en manos de nadie, yéndonos a los refugios que nos otorga la vida y el status social. Unos a búnquers millonarios, otros debajo de un puente a la espera de que la suerte tenga clemencia. Ya no más aquella convivencia del rico y el pobre en los mismos espacios, sino que la humanidad asume, en la propia dinámica de la vida, su clasismo intrínseco, el que nos ha llevado a la paralización ante la evidencia de una enfermedad que nos trata a todos por igual. El cambio de la cultura tiene que ver, paradojas de la historia, con la naturaleza, sin embargo se aprovecha desde el poder mundial para construir un nuevo orden basado no más en derechos, sino en estados de excepción y vigilancia permanente. Las tecnologías de geolocalización y monitoreo de pacientes y sospechosos ya se están usando en distintas latitudes para invadir el pensamiento y la intimidad.
En la nueva dinámica, no importa ya el criterio del otro, si se tiene la potencia de acallarlo, por lo cual puede esperarse la muerte del derecho, mediante las medidas que desde ya toman los gobiernos contra sus ciudadanos y que, en el caso de Estados Unidos, ya está generando una guerra civil en las calles. Como aconteció en el siglo V, pudiéramos retroceder como civilización a una barbarie posmoderna, en la cual somos el ganado de la élite, en nuestro mundo virtual, sin que podamos adentrarnos en las decisiones que verdaderamente importan y que se toman en el mundo real. Para el proyecto que se lleva adelante, el transhumanismo, se aspira entonces a un sujeto posthumano, que imite el conocido film The Matrix, en el cual, como ya se sabe, la conciencia existía en un perpetuo estado de virtualidad. Se quiere, a fin de cuentas, lograr un pensamiento único, una nube digital, de la cual formemos parte todos para integrar una mente, especie de ser absoluto, que significaría la eternidad y toda virtud posible. Por supuesto, el neototalitarismo y la abolición de lo humano parece hoy ficción, pero tanto la ciencia como las conferencias de los transhumanistas apuntan a ello.
Este reemplazo civilizatorio genera, como es de esperar, incautos que ven en el fenómeno una “nueva revolución mundial” y que enarbolan las bandera de supuestas causas progresistas, cuando es evidente la captación y uso de buena parte de las mejores tendencias de derechos humanos por el súper capitalismo de los banqueros financistas. Allí está Joe Biden, representante del lobby de Wall Street, aprovechándose de la muerte y el funeral del inocente George Floyd para hacer campaña política. La instrumentalización de la izquierda por el poder real de la derecha es de las más maquiavélicas marañas que está sufriendo el mundo, ya que deja a los derechos humanos sin sujeto político y a la vez desvirtúa una doctrina justa.
Los cambios pueden ser naturales y a la vez dirigidos, las élites llevan toda una existencia humana haciéndolo. Recordemos que las pestes en el pasado se usaban como pretexto para ajustar cuentas políticas, oprimir al pueblo, mostrar violencia. Como bien acota Michel Foucault en su libro Vigilar y castigar, en la Edad Media se utilizó la ingeniería del miedo para el logro de poleas de trasmisión mejor engranadas en manos de los amos del mundo. El presente periodo se caracteriza por el caos iniciático de un medievalismo que apunta a la atomización de la humanidad y el control electrónico del individuo en manos de los diseñadores del orden y del consumo. Los podios de hoy son los llamados al odio, los linchamientos en redes sociales, la censura del divergente mediante las arbitrarias leyes de las redes sociales.
En el universo posthumano se quiere de hecho que existamos solo como algoritmos matemáticos, y que sea fácil eliminar a los incómodos mediante un simple comando o ecuación. Apunta hacia esa simplicidad de la vida, una conciencia social cada vez más dependiente del poder, menos autónoma en las cosas más banales y cotidianas. El transhumanismo solo es la cara visible, quizás amable, de la dictadura electrónica que se diseña entre bambalinas, una que con el pretexto de buscar curas, vacunas, controles sanitarios, se apresura a construir unos barrotes en torno nuestro que tomará mucho derribar.
No es teoría de la conspiración, ni de la sospecha, sino una realidad en marcha. Recordemos que en 1935, cuando Churchill alertaba en el Parlamento acerca del rearme y el peligro nazi, también lo catalogaban de lunático y exagerado. Años después, el mundo debió enfrentar el mayor peligro hasta entonces para la pervivencia de la especie.
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