La publicidad es la gallina de los huevos oro de YouTube, empresa propiedad de Google Alphabet. Por tanto, toda la lógica de la trasnacional se articula en torno a ese eje consumista. Prolongar las horas frente a las pantallas y provocar reacciones, clics, a como dé lugar. Su “alma”- para asistirnos del publicista Bruce Barton- es vender otras marcas. La mayoría de los usuarios no pagan por los videos que supuestamente eligen consumir a cambio de ser “molestados” por la publicidad, por el consumo de las marcas que deciden otros; bajo el competitivo principio de que la marca que más ganancia le ofrece a YouTube, más se “sugiere”. Incluidos, esos tándem de símbolos en que se han convertido los videos musicales con las prácticas del featuring y del product placement, es decir del emplazamiento de marcas y productos en sus clips.
Así lo reconoció, la directora financiera de Google, Ruth Porat, cuando a inicios del 2020 -por primera vez en 14 años-, se reveló el monto de los ingresos por publicidad de YouTube, 15.000 millones de USD en 2019. Durante una conferencia telefónica con analistas, Porat comunicó que el incremento de los ingresos de YouTube en el cuarto trimestre fue “impulsado por un crecimiento sostenido en la respuesta directa y un crecimiento continuo y saludable en la publicidad de la marca, que sigue siendo el componente más importante”. Según informó entonces, el negocio de suscripción de la plataforma de videos -los 20 millones de usuarios en sus ofertas Premium (sin publicidad) y Music Premium, así como más de 2 millones de suscriptores a su servicio de YouTube TV-, solo alcanzó ingresos por unos USD 2.000 en ese mismo año.
Aquel intento de transparentarse, de poner fin a la política de mantener las finanzas del sitio de videos en secreto, fue la reacción del emporio Alphabet ante las fuertes críticas de la fue objeto YouTube en el 2019. Precisamente, por maximizar ganancias, sin otros límites más allá de los comerciales.
En junio de aquel año, el Washington Post y el The New York Times, informaron sobre las averiguaciones que estaba realizando la Comisión Federal de Comercio (FTC), en relación a supuestas violaciones de la ley por parte de YouTube, al exponer a los niños a contenidos inapropiados y al recopilar datos personales sobre ellos. En abril del 2018, una veintena de organizaciones de defensa de los derechos humanos y de protección a la infancia acusaron a la plataforma de video de Google de recopilar, para la publicidad dirigida, información personal de sus usuarios menores de edad, tales como la localización, dispositivo utilizado y número de teléfono, sin que los padres estuvieran al tanto.
- Consulte ademàs: El éxito musical: ¿métrica o estética? (I)
Por aquellos días, Guillaume Chaslot, quien como empleado de Google trabajó desarrollando el propio algoritmo de la plataforma de videos, afirmó: "Las recomendaciones de YouTube fueron diseñadas para que pierdas el tiempo". Según el ex-trabajador la plataforma está diseñada, para que nos volvamos adictos a ella, sin importar realmente el contenido que quiere visualizar el usuario. A la red social no le interesa las necesidades del usuario, sino retenerlo dentro de los vídeos, aunque la calidad de los mismos sea cuestionable. "Tenemos que darnos cuenta de que las recomendaciones de YouTube son tóxicas y pervierten las discusiones cívicas. En este momento, el incentivo es crear este tipo de contenido límite que sea muy atractivo, pero no prohibido. Básicamente, cuanto más extravagante sea el contenido, mayor será la probabilidad de que la gente siga mirando, lo que a su vez hará que sea más probable ser recomendado por el algoritmo, lo que genera mayores ingresos para el creador y para YouTube".
Eso explica que espasmódicos y pornográficos videos como “Anaconda” y “Stupid hoe” de la rapera Nicki Minaj capitalice millones de vistas y reacciones. Que “Stupid hoe” rompiera los récords de YouTube al registrase 4.8 millones de vistas en sus primeras 24 horas y que ahora mismo acumule más de 120 millones de reproduciones; cuando en su letra se repite 10 veces "perra", 37 veces "puta" y abunden frases tan soeces como “Podrías chuparme la p…” y “dame besos en el c…”. Y que la publicación del video “Anaconda”, un producto tan denigrante y sexualizado como el otro, consiguiera mover el sencillo del puesto 39 al 2 en el Billboard Hot 100. Que, si bien ocupaban el sexto y séptimo puesto, en el 2016, en la lista de los videos musicales más odiados en YouTube; fueran superados, por mucho, por “Baby” de Justin Bieber, con más de 6 millones de “no me gusta”; “Friday” de Rebecca Black, con más de 2 millones; “Gangnam Style” de Psy, con casi millón y medio.
Del análisis que hiciera el Dr Jon E. Illescas sobre los 500 videoclips más vistos en YouTube hasta febrero del 2015, concluyó que entre las principales tipologías del flujo dominante aparecen: dionisiacos (16%), afrodisíacos (5.8%), extravagantes (5.6 %), gánster (5.4%), trágicos (5 %), elitistas (4.8%) y narcisistas (4.8 %); los que suman casi la mitad de la muestra. Por demás, según el estudioso, en casi cuatro de cada diez videos (39.8%) hay una apología al consumo de drogas legales y en el 11,4 %, al consumo de drogas ilegales (marihuana, anfetamina, cocaína, etc.). En el 31% aparecen escenas de violencia explícita o implícita contra personas; por poner solo algunos ejemplos entre los contenidos tóxicos.
El algoritmo de YouTube genera alrededor del 70% de las visitas del medio. A través de estos, no solo se impacta en los consumos de millones de usuarios, sino en su subjetividad. Son prácticas capitalistas y capitalísticas, silenciosas e interesadas, que reproducen el orden económico y social impuesto por las grandes trasnacionales. Así como los marcos de significación de las cosas y de los actos, dentro de los que comprar métricas positivas es “legítimo” y “normal”, no una desvergüenza. La compra de clics está ahora tan extendida que en muchos contratos se acuerda la cantidad de vistas de YouTube que asegurará la disquera.
Las pequeñas disqueras terminan aceptando las reglas impuestas por las más grandes aunque reconozcan que estas prácticas distorsionan la libre competencia. Los artistas, bajo el aplastante sueño de ser famosos, se doblegan, firman -y hasta publicitan con orgullo- sus contratos para ser explotados por los magnates de la Industria. Un círculo que se completa con los trabajadores orgánicos del capital. No solo a los ya aludidos promotores de la farándula, sino también a las empresas de marketing digital que anuncian, sin sonrojo, la venta de visualizaciones, likes, dislikes, seguidores, suscriptores… “Ofrecemos una gran gama de reproducciones de YouTube de todos los tipos, real, natural, de mercado, referidos, así como vendemos: me gusta, comentarios, favoritos, y subscriptores”- se anuncia en la web de una de ellas.
¿Cómo podría un artista independiente o un joven talento, promover su obra en una estructura distributiva tan injusta?
La plataforma californiana impone umbrales financieros que solo pueden superar las super-marcas, artistas que ya está generando mucho dinero a través de otras vías, espectáculos en vivo, promoción de otras marcas o servicios, o al monetizar sus estadísticas en las redes sociales. Los jóvenes, consumidores y artistas, terminan internalizando y reproduciendo el ideolograma que esta aplastante maquinaria instaura; evaluando a los músicos por criterios comerciales, más allá de su talento o aportes a la cultura.
De modo que no es tan real el “éxito” de algunos, ni fiables todas las métricas que los sostienen. Tampoco se deberían inferir valoraciones por los likes o los dislikes que acumulen este u otro video musical.
Una mirada a las listas de videos más castigados o más premiados en YouTube aporta algunas luces sobre este fenómeno. Un patrón con muchos ruidos, más difuso que el ya complejo comportamiento humano de aprobar y desaprobar las obras y los actos de los otros. Cuando son autónomas y no inducidas por campañas mediáticas, pueden responder a criterios estéticos, éticas, ideológicos, o resultantes de todas. Los dislikes suelen informar de compulsiones odiosas de los llamados haters o trolls; expresar reacciones compensatorias al no poder participar y/o decidir en la vida real; ser la traza del placer de darle a un botoncito con la mano hacia abajo y sentirse como un César anónimo sentenciando a muerte a los gladiadores creadores de basura, o negadores de sus expectativas.
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