//

sábado, 23 de noviembre de 2024

El que no grita… ¿?

Para los cubanos la bulla se nos ha hecho congénita, peligrosamente natural, nos pone a ratos al borde del desequilibrio, e inquieta pensar en que nos hemos convertido en unos ruidosos empedernidos…

Yoelvis Lázaro Moreno Fernández en Exclusivo 24/04/2014
7 comentarios
contaminación acústica
La contaminación acústica afecta el desarrollo de las personas en las actividades diarias.

¿El cubano? El cubano es cosa grande, caballeros. El cubano es una especie que de tan extrovertida se hace por momentos insólita, incomprendida, pasa a ser la víctima de la «película» con una facilidad apabullante y, en su reverso, cuando quiere se pone la autoestima por los cielos. El cubano se calienta y se enfría por sí solo, se humedece y se seca a su antojo. Y tiene de todo, como en botica. Él mismo se prescribe la medicina para cualquier padecimiento. Lo mismo aconseja que alebresta, tiembla que se aciclona.

Por ratos he llegado a pensar que esa energía que nos distingue nos redime, pero al mismo tiempo nos exorciza. Y vivimos entonces en un estado de conjuro tal que nos hace seres cada vez más auténticos, únicos, irrepetibles, como bien definen los psicólogos. Fíjese si es así que en esta Isla de invenciones tan insospechadas y actos surrealistas de todo tipo, nada con acento popular y gracejo humano pasa inadvertido. Hasta el silencio, cuando en ocasiones se ha hecho demasiado silencio, acaba volviéndose ruidoso. Ese es el «chuchuchú» de barrio, ese es el «oye, Mariita, te enteraste…» o el «¿verdad, Cipriano?», que despabila resonancias domésticas entre vecinos, o suspicacias en el oído de colegas y amigos.

Pero no es de esos ruidos menores con visos de comentario mal digerido que nos haría bien hablar a esta hora. De chismes y bretes no me parece oportuno armar mucho escarceo aquí. No vamos a resolver nada. Por eso prefiero quedarme con estrépitos de mayor calibre, sin que la pretensión me desconfigure el propósito de ver cuánto de «cubaneo» sano o de descuido ciudadano, y hasta de inquietud social, gravita sobre no pocos escenarios de nuestra cotidianidad o, más amplio todavía, de nuestra existencia ¡Gritona existencia la nuestra! Y ahora les demuestro por qué… Saquemos cuentas de cuán alborotador es nuestro curso en sociedad: desde que llegamos al mundo todos están esperando por que gritemos. Nos dan una nalgada apenas mamá acaba de pujar, y antes de cortarnos el cordón umbilical todo el mundo está a  la expectativa de escucharnos  chillar con ganas. Mientras más «perretús» nos mostremos, mejor; esa es la señal de que el niño tendrá buenos pulmones y que está listo para lanzarse a la subsistencia en una «jungla» de altos decibeles dondequiera.

Lo primero con que aleccionan los padres es que el bebé tiene que adaptarse a dormir sin que le moleste el ruido del televisor, la conversación al lado de la cuna, o la grabadora del vecino a las tres de la tarde o  a la una de la madrugada. Se puede vociferar a menos de un metro de él que eso no es motivo para chistar. Como si fuera poco, se comete también la ironía de enseñarlo a callar y de sugerir que hay que cerrar la boca o hablar bajito: «¡Shhhhhhhhhhhhhh!». Y así, poco a poco, se va creando, desde que estamos en brazos de mamá, desde que gateamos, desde que vamos al círculo, desde que aprendemos a leer, esa coraza que nos deja impune ante la bulla, que, si por un lado nos ayuda a convivir con ella, por otro nos provee de un sinsentido para equilibrar los sonidos, los ecos y los retumbes con los que habitamos.

Si papá te regaña, casi siempre alza la voz, acudiendo a ese viejo recurso de que el grito asusta, y ese sobresalto hará más aleccionador el llamado. Si la maestra de primaria, después de haberlo enunciado varias veces, desea reforzar una idea en la clase, lo dice alto. Y si hay que repetirlo, ya medio cansada, —con esto no quiero sentar por absoluto que lo hagan así todos los educadores, hablo desde experiencias personales— lo expone en un tono penetrante, casi atronador, «para que se entienda bien». Si vas por la calle y Yunieska necesita hablar con Felipa, que va caminando dos cuadras delante, ¡qué hay más fácil para ella que halar por la garganta y obligar a que la miren los que la rodean:«Felipitaaaa, oye, espérate ahí». Esto lo he visto en el céntrico paraje capitalino de 23 y M, para que no se crean los exclusivos mis coterráneos queridos de Camajuaní.

Si te montas en un almendrón habanero o en un P, ese especie de ómnibus todoterreno, mixtura de sabores, olores, colores y gente a más no dar en un «todo mezclado» guilleniano, la gente discute, se acalora en demasía, y lo primero que saca a relucir para intimidar es la voz guaposa, símbolo de estrépito repartero.

Comparto todo esto, entre lo medio chistoso y lo serio, porque pienso que muchas veces crecemos sin una percepción adecuada del ruido, sin dar importancia a que los altos decibeles, más allá del daño biológico que pueden causarles a aquellas personas que se exponen a trabajos frente a maquinarias pesadas o con un funcionamiento estridente, corroen también el tejido social, provocan disfuncionalidades, alteran determinados estados de orden. Muchos aplaudimos la gracia de manera involuntaria, otros somos completamente  indiferentes. Y asumimos entonces la pose más cómoda, la de la resignación: Ay, por qué esta vecina mía no habla más bajito; hasta qué hora de la madrugada tendrán hoy la música puesta a todo tren en el cabaret de la esquina; qué mala costumbre la de Ciclano de «enganchar» la reproductora del carro a todo volumen.

No siempre conocemos que existen normas y legislaciones que modelan lo permisible al respecto, y reconocen violaciones en algunos comportamientos. Obviamente, yo no puedo hacer nada si mi vecina habla alto, eso pasa por una toma de conciencia individual que pudiera dar sus mejores dividendos a nivel social. Eso tiene que ver también con idiosincrasias, costumbres, maneras de proyectarnos, formas de amainar nuestros caracteres.

Pero hay cuestiones de interés social que involucran a colectividades, y en ello la familia, la escuela y los medios de comunicación deben favorecer el buen curso, la orientación adecuada. No se trata de acunarnos en el mutismo, pero sí vale que aprendamos a conservar los estrépitos para cuando sea necesario. Y sin ánimos alarmistas me preocupa que para los cubanos la bulla se nos haya hecho congénita, inexplicable a veces, peligrosamente natural, nos pone a ratos al borde del desequilibrio, e inquieta pensar en que nos hemos convertido en unos ruidosos empedernidos. ¿Será del todo cierto eso?


Compartir

Yoelvis Lázaro Moreno Fernández

Joven periodista que disfruta el estudio del español como su lengua materna y se interesa por el mundo del periodismo digital y las nuevas tecnologías...

Se han publicado 7 comentarios


Xena
 17/6/23 8:15

Convivir y respetar . Ser pesados es el peor defecto que se puede tener. Yo no vuelvo a vivir con cubanos

Ela97
 30/4/14 16:51

Aquí todos estamos acostumbrados al ruido pero es fácil quejarse, por otro lado está la desconsideración por parte de muchos que menosprecian a los demás y van especulando lo que tienen con música alta, pero eso no es nada comparado con la música altísima que ponen en la plaza hasta las 2 o más de la madrugada que ni siquiera se puede oír el televisor. Hay que respetar a las personas que no les gusta esa música o que prefieren un poco de tranquilidad (personas mayores).

cubitabella
 29/4/14 23:17

es verdad que somos bullangueros y a veces molesta el ruido pero como sería una ciudad silente, como para alarse de los pelos o irse a vivir a un manicomio somos cubanos y somos únicos por mucho que le duela a muchos de nuestro continente saludos y continúa con estos buenos artículos

Yoelvis
 26/4/14 18:48

Gracias, Madelaine, Arítides, Luz, el ruido, al tiempo que nos pone el borde del desequilibrio, también nos hace únicos. Seguiremos por las páginas de Cubahora. Mis saludos y afectos para ustedes.

Luz Nidia Tello Ramos
 26/4/14 14:04

Cubanos, cubanos, si conocieran las ruidosas y bulliciosas ciudades del mundo estarían mas encantados de esa Isla tan hermosa que parece el paraiso mismo

Madelaine
 26/4/14 11:12

me declaro tu seguidora, cada artículo que encuentro escrito por ti, trato de leerlo..... tengo tu artículo:cuando se nos hace tarde, publicado en JR, que uso con frecuencia con mi hijo, cuando quiero que entienda las cosas de la vida.. mis respetos y saludos....

Arístides
 24/4/14 22:26

Yoelvis, tienes razón en decirnos que los cubanos somos “bullangueros”. ¿Pero los cubanos solamente? Por ahí hay muchos otros que no se quedan atrás. Tal vez ese “don” que tan especiales y tal vez únicos nos hace, nos llegó de la “madre patria”, o quién quita que del continente africano, de donde fueron traídos los abuelos y bisabuelos de muchos de nosotros. Pudiera también ser herencia Taína, Siboney o Guanacabibe, que fueron los primeros inmigrantes que llegaron a nuestro archipiélago cuando todavía no éramos cubanos.. ¿Se pudiera investigar? No existen grabaciones de ninguno de ellos, así que solo se puede suponer. Lo del ruido ambiente no es nada nuevo. Nos quejamos hoy tal y como nos hemos quejado de siempre. Y te lo digo yo que hace muchos, ¡pero muchos años! nací “arrullado” por el ruido constante que producía un central azucarero en plena molienda, y cercado por líneas férreas por donde transitaban ruidosas locomotoras de vapor y carros de los que muchos carecían de la lubricación para que no rodaran chillando. Pienso, y tal vez haya quien lo piense también aunque sea imposible que suceda, que si por obra y gracia de las nuevas tecnologías o por un milagro divino, se suprimiera de pronto el ruido cubano, habríamos muchos que no conciliaríamos el sueño y seríamos, sin otro remedio, pacientes de psiquiatría. Y pudiera culparse todo esto por la disminución de la natalidad, pero por otro lado no mata, porque con ese ruido, cada vez podemos llegar a ser mucho más viejos de lo que nuestros antepasados llegaron a ser.

Deja tu comentario

Condición de protección de datos