Vuelvo a mi infancia y me veo diciéndole a mi mamá: “Estoy aburrida”. Ella me contestaba: “No sea burra”, y no se ocupaba más de lo que entonces para mí era una tragedia. Claro que aquella respuesta me molestaba, pero no tenía otro remedio que arreglármelas.
Debía entonces salir al patio y descubrirles el color rojo a las semillas de cundiamor; buscar dónde se escondían las cochinillas y los caracoles; sembrar plantas; inventar historias y, por supuesto, leer.
Si no hubiera tenido todo aquel aburrimiento “salvaje”, probablemente no sería la que soy hoy; no tendría los mismos gustos ni los mismos hobbies. Allí, en el tiempo libre de mi infancia, mi imaginación me ayudó a descubrir quién quería ser.
Claro, en los años de mi niñez no teníamos teléfonos inteligentes ni internet, los dibujos animados se transmitían a una hora determinada, y los videojuegos existían, pero solo para unos pocos. En fin, después de la escuela y las tareas, quedaba un universo entero que llenar.
Y sí, los padres llevaban a sus hijos a clases de karate, de teatro, de artes plásticas… pero de una manera, creo, mucho más relajada que la que impera hoy, cuando antes que la diversión del niño se prioriza una especie de “inversión” en su futuro.
Queremos que exploren todas sus habilidades, por si son geniales en algo; que hablen inglés, que hagan deporte, que no se pierdan ni una sola actividad infantil…
Nada de eso es malo, pero cuando está centrado más en nuestros propios intereses de crianza que en los gustos y motivaciones de la niña o el niño; cuando no les dejamos ni un poco de tiempo libre en sus agendas, terminamos por sobrestimularlos.
Juega, además, un complejo papel, la tecnología. El teléfono o la tableta son alternativas muy tentadoras; cuando los usan –ya sea para jugar o ver contenido– de cierta manera se “apagan”. Para los cuidadores resulta comodísimo: no corren, no ensucian, no gritan, y aparentemente no corren peligros.
Pero, aunque parezca que no están haciendo nada, su mente sí permanece secuestrada por imágenes rápidas, colores estridentes, música alta, y no tienen que ocuparse en crear: el entretenimiento llega fácil.
¿A qué hora se aburren nuestros hijos? ¿A qué hora imaginan nuestras hijas? Habrá que aceptar el reguero de juguetes, el despeluzarse accidental de cierta planta, el charco causado por la poción mágica derramada… porque esos son signos de una infancia viva, que se aburre y, por tanto, imagina, inventa, piensa.
Dejarlos ser, sin planificar, puede ser un regalo maravilloso. Que se aburran no es un fracaso en la crianza, sino una oportunidad increíble. Atrevámonos.

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