Imagine que está en la Rusia de la década de los 40 del pasado siglo y un invierno de 40 grados Celsius bajo cero estremece cada uno de sus huesos. Imagine que hace meses no come más que pequeños trozos de pan y guisos de yerbas mustias; que las circunstancias han desarmado todas las avenencias y la carne de gato no solo es un lujo, sino una bendición.
Imagine que el ruido de los cañones empieza antes del alba y cesa, los días mejores, cuando la luna alcanza el cenit. Imagine que muchos de sus vecinos y amigos han muerto a causa del hambre, el frío o las balas de una guerra que es una desgarradora circunstancia de la que no se puede escapar.
Así, imaginando, Alicia Casanoba Gómez nos invita a entender la realidad del estado de sitio al que por 900 días los nazis sometieron a la antigua ciudad de Leningrado, un cerco feroz del que ella fue víctima cuando contaba a penas con 16 años y hacía solo cuatro que había llegado a la antigua capital cultural de la URSS huyendo de la Guerra Civil Española.
Imaginar no es difícil cuando habla esta señora de 89 años de ojos azules y acento ibérico inmune al paso del tiempo. Definitivamente, los 12 años que viviera en España, su país natal, fueron más determinantes en su forma de comunicarse que los 24 vividos en Rusia y los 54 vividos en la Habana, ciudad donde hoy tiene una casa, una familia compuesta por una hija y dos nietos, y un montón de nostalgias y recuerdos de su tierra.
A veces la memoria le falla y debe pedirle ayuda a su nieto Miguel Alejandro para que le corrija las fechas y los datos. Para no olvidar también se refugia en algunos papeles viejos donde ha ido tomado notas. “Llegué a Rusia en el año 1937, mi padre quiso protegerme de una guerra, nunca imaginó que acabaría sufriendo otra mucho peor. El murió en España luego de luchar con los republicanos, dicen que antes de morir repetía mi nombre, por suerte nunca supo lo que pasamos por culpa de Hitler”.
“Después pasé por Crimea, me eduqué en la casa de niños españoles de Kiev hasta el año 1939, en que fuimos trasladados nuevamente a Leningrado. Allí pasamos unos días muy buenos hasta que ellos, que en paz nunca descansen —se refiere a los alemanes— rompieron el pacto de no agresión y atacaron territorio soviético.
Alicia no puede hablar del cerco sin sobresaltarse. “Pasé mucho frío, mucha hambre”. Llora un momento, toma aire, luego continua: “Fueron cientos de días que parecieron años, los rusos nos habían alimentado muy bien antes de la guerra, creo que por eso resistí junto a mi amiga Isabel que hoy también está en Cuba y tiene 92 años”.
“Todavía recuerdo muchas sensaciones como el miedo, la tristeza, el odio. ¡Malditos alemanes! —murmura mientras sus párpados se inquietan en ligeras vibraciones—. Dicen que instalaban hornillas al aire libre donde preparaban los alimentos para que el olor llegara hasta el otro extremo del cerco”. Los proyectiles, entonces, eran el arma menos dolorosa.
Alicia no puede perdonar. Le son ajenos la desmemoria y el olvido. “Cuando se ha sentido un dolor tan constante —dice— las huellas no pueden borrarse por más que uno quiera, aunque los recuerdos no sean más que desgracias, o precisamente por eso”. Los deseos de resistir acaban por derrumbar la debilidad, no es algo que se pueda sacar fácilmente del recuerdo, son como los amores de la juventud, cuya intensidad mengua con los años aún cuando puedan parecer eternos.
“En el año 1942 tuvimos que cruzar el lago Ládoga que entonces era conocido como El Camino de la Vida pues servía para la entrada de los escasos suministros y la evacuación de personas. Después hicimos un largo viaje y cruzamos las montañas del Cáucaso hasta Tiblisi, Georgia, donde permanecimos hasta el final de la guerra. Luego nos trasladaron a Moscú y nos dieron la posibilidad de estudiar lo que quisiéramos. Yo escogí Medicina. Me gradué en 1953 y me especialicé en Neumología, lo que me permitió trabajar en distintas unidades de lucha contra la tuberculosis”.
“Llegué a Cuba casi por casualidad en el 61. Vine con mi amiga Isabel y nuestros esposos. Aquí trabajé en el Ministerio de Salud Pública con los doctores Machado Ventura, Agustín Lage y Gustavo Aldereguía, quien luego me ayudó mucho en el difícil embarazo de mi hija Natasha, pues fue concebida a una edad bastante avanzada”.
Hoy, sentada en su casa del Vedado, esta señora de aspecto apacible habla de su pasado con una mezcla de azoro y sencillez. “Yo hice lo que estuvo a mi alcance, pero no fue nada extraordinario. Cavamos trincheras, curamos enfermos, vi morir a muchos soldados y civiles entre mis manos, me escondí aterrada de las bombas, pero nunca fui al frente, no perdí la vida como tantos compañeros, no tengo las glorias del mariscal Zhukov, a quien tanto admiro”.
Yo no estoy de acuerdo con ella y se lo hago saber. En la sala alguien dice que quisiera tener tantas cosas interesantes para contar, ella lo increpa, le dice que ni jugando. Hace poco la actriz y realizadora cubana Isabel Santos vino a verla para hacerle un documental. Alicia me confiesa que teme se le olviden las cosas ante las cámaras. Entonces deja de hablar un momento y rectifica: “Eso no va a pasar, ante la falta de lucidez pienso en el frío que todavía no se me cura, más que el frío es un dolor en la piel, es lo que no me deja olvidar ni perdonar.
irma
17/4/15 12:22
Estuve en esa ciudad, visite el museo de los 900 días y las 900 noches y estuve en el cementerio de Piskarioska, no vivi lo de Isabel pero es imposible olvidar lo que se siente cuando se ve lo que sufrieron los sovieticos en esa ciudad, la historia no se puede olvidar
Ricardo Camporeale desde FB
16/4/15 13:57
Estremecedor relato!
Términos y condiciones
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.