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lunes, 18 de noviembre de 2024

12 minutos

En cada rincón de Cuba hay ¿escondida? una historia de amor...

Mayra García Cardentey en Exclusivo 14/02/2015
1 comentarios

Aquel resquicio del Museo Municipal no fue nunca, precisamente, parada de mendigos ni locos. El pequeño saliente que bordea la vetusta casona aún sirve, cuando más, para los transeúntes que descansan de la caminata por la calle Real o de punto de encuentro a los que “vienen al pueblo” a actualizar alacena y comprar par de trapos.

Por eso extrañó la primera vez de aquel moreno setentón con sus dos manos llenas de relojes. Era un día cualquiera, aburrido, otoñal. Y se sentó allí, con una mirada extraviada por momentos, como la de forastero desinteresado e indefenso. Nada particularmente llamaba la atención, salvo 12 relojes de pulsera que ahorcaban sus brazos hasta la altura del codo. Por lo demás, era apenas un hombre mediano de complexión aún fuerte, con par de décadas escondidas en la caoba piel.

En un principio, todos lo escrudiñaban, quizás buscando la situación ¿indigna? que lo enlistara como otro menesteroso más: como aquella que colecciona jabas y pide monedas fuera de los mercados, o el que habla con los postes de electricidad como si fueran soldados, o la que ha hecho de su exhibicionismo público divertimento de los más insanos caminantes de las populosas avenidas.

En él nada delataba un espectáculo de miserias, pasados torcidos, posturas obscenas de de indigente folclorista o aprovechado. Pero no tenía nombre. Aún no tiene. No pronunciaba palabra alguna, a no ser aquella que junto al ademán indicaban que no lo molestaran. No quería conversación, y menos propinas.

Solo se sentaba ahí. Solo. A pasar el tiempo. Y corrían las horas, los días, las temporadas, y con ellas, la gente, ¡ay, la gente!, inventa, —¿o pudiera ser verdad?—, su propio mito, su propia fabulación de pasiones furtivas, cariños prohibidos, idilios imposibles.

Porque al final todos conspiran con las historias ajenas, para rescatar en el pasado un poco de la novela que no vivieron, o al menos para sobrellevar a su a veces espantosa cotidianidad. Porque, después de todo, la gente quiere, necesita creer, que detrás de cada espera hay una historia de amor.

Algún día de 1950. Faltan solo unos minutos para la salida del tren. Las palmas al aire despiden, los pañuelos se agitan. Y algunos que otros rostros idénticos de expresión constipada se resignan en los asientos para el largo viaje.

Una estación de tren, a pesar de los que llegan, siempre es un triste escenario de partida, y hay pocas escenas que pudieran contrarrestar ese lamentable efecto. Entre tanta gente, va ella, la típica muchacha de época que, impelida por el padre, parte para aliviar, si acaso se podía, la vergüenza de los amores prematrimoniales y no consentidos. ¡Santo pecado en aquellos años!

Fue demasiada tentación cierto joven, robusto como roble, aunque de pequeña estatura, con una belleza perturbadora de la cual ella no podía escapar, y menos de su lengua capaz de alborotar los más devotos sentimientos. “El mismo demonio”, como decía el padre, trajo tristeza a su honor, y convenció, con mayor insistencia, la débil y casta carne.

Pero en su dedo incriminador, no pensó el padre que ya los jovenzuelos habían planeado irse, a la misma hora pero en otro tren, y claramente sin el progenitor con su oficio de inquisidor de pecadores.

Todo estaba claro. Los dos juntos o nada. Ella seguiría a la estación al padre en su intento por mandarla lejos. Él la rescataría sin capa ni máscara, y solo con una maleta llena de sueños para conquistar, de a poco, vida alguna en otro pueblo. Dos trenes, dos destinos, uno solo posible.

Y él nunca llegó, al menos no a tiempo. Quiso la coincidencia grotesca del mundo que su hermana muriera el día antes, y frente a las diligencias propias de funerales, la jornada se diluyó. Y pasaron las 12. 12 minutos. Solo eso llegó tarde… Ya no quedaba nada, ni ella, ni palmas al aire, ni pañuelos agitados. Únicamente el sonido del tren, que a lo lejos, ya imperceptible, dibujaba olvido.

Aquel señor volvía siempre, una y otra vez a su asiento alquilado solo por palabra. Nadie ocupaba el mismo sitio, muchos sabían que cerca del mediodía él se sentaba ahí, solo, por horas. El tren no está cerca, ni de asomo, apenas se oye en algunos momentos el claxon del maquinista. Pero, las campanadas del reloj grande del hotel cercano anuncian el tiempo como clarines de castillos medievales.

Algunos, incluso, antes de que estableciera comarca allí, dicen haber visto al “relojero andante” en otros pueblos, en otras calles, en otras terminales, en otras esquinas cerca de relojes grandes.

Ya pocos lo molestan con exigencias terrenales. A ninguno se le ocurre preguntar nombre, ni por qué está ahí, ni si desea agua o café, y menos lanzarle una moneda. Todos piensan que es aquel que por los 50 perdió, cerca del mediodía, en tan solo 12 minutos, el amor de su vida. Aunque nadie sabe si tiene familia, o hijos, u otro amor o al menos compañía.

Él no habla, está ahí. Con sus 12 relojes con un minuto de adelanto. Y esa al menos si es una parte bien cierta. Digitales, automáticos, con manillas de cuero, o plásticas, rallados o más relucientes. 12 relojes robándole 60 segundos al tiempo.

Aunque, el setentón viene cada día menos, cuando no deja de verse por largo tiempo. Hay quienes dicen que ya tiene otro pueblo.

Cuando aparece y llegan las 12, aquel minutero humano, nómada, no articula palabra, no mueve el rostro. Entonces, el reloj grande del hotel de la esquina empieza a dar campanadas. A lo lejos se oye el sonido del tren que se despide, aunque dicen que el maquinista siempre espera, hay algunos que llegan tarde, no importan unos minutos de más.

Y la gente, ¡ay, la gente!, hasta incluso cuenta que se acomoda los tictacs, que mira la hora, que muestra pesar. En verdad, no hace nada.

Desde ese día cualquiera, aburrido, otoñal, en que aquel moreno con sus dos manos llenas de relojes llegó, todos imaginan su propia historia, o repiten la que a fuerza de vox populi muchos quieren creer. Así es mejor. Pudiera ser. Pero, en realidad nadie, a ciencia cierta, sabe qué espera… o si espera.


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Mayra García Cardentey

Graduada de Periodismo. Profesora de la Universidad de Pinar del Río. Periodista del semanario Guerrillero. Amante de las nuevas tecnologías y del periodismo digital.

Se han publicado 1 comentarios


MARITZA
 17/2/15 7:45

Que linda historia Mayra, cuantos por unos minutos puden haber perdido el gran amor, minutos por tardarse,  por en un minutio decir alguna palabra q no se debia, por un gesto inadecuado, por una accion, pero el tiempo no se detiene y tenemos seguir adelante buscando nuestro camino y como dijo alguien alguna vez,  No se puede cambiar la dirección del viento, pero si ajustar las velas para llegar al destino.

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