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martes, 24 de diciembre de 2024

Las lecciones del 11-J

Existe un nuevo campo de batalla y otro tipo de guerra conflictos entre los hombres, de los cuales han derivado enfrentamientos y guerras, siempre han existido, desde el inicio mismo de la civilización...

Pavel Peterssen en Exclusivo 23/07/2021
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Santiago de Cuba - Cuba - 13/07/2021(2)
La vida cotidiana de los santiagueros

Existe un nuevo campo de batalla y otro tipo de guerra Conflictos entre los hombres, de los cuales han derivado enfrentamientos y guerras, siempre han existido, desde el inicio mismo de la civilización.

Las primeras guerras que la Historia recuerda se pelearon con mazos, lanzas y flechas de rústica madera. Luego, cuando el hombre descubrió la forja de los metales, con espadas, y lanzas y flechas que continuaban siendo de madera, pero tenían puntas metálicas, y también algunas piedras, a través de hondas y catapultas. Después, con la llegada de la pólvora, con balas de hierro y plomo. Se peleaba entonces, a sangre y fuego. Cuando se perfeccionaron las armas, se combatía con proyectiles, obuses y bombas, y más recientemente, a través de cohetes y sofisticados misiles.

En cualquier caso, durante el pasado, las guerras, sin excepción, se ganaban sobre el terreno y peleando hombres contra hombres, que formaban parte de los ejércitos. La capacidad física y el valor de cada soldado eran factores decisivos. También su preparación, habilidad y disciplina, porque la inmediación física era requisito imprescindible para la efectividad de las armas. Contaba, por supuesto, la experiencia.

Pero en la medida que pasaron los años y hubo más desarrollo, y los equipos adquirieron protagonismo, -barcos, aviones, computadoras- los hombres fueron menos importantes sobre el campo de batalla. Irrumpieron en el escenario bélico misiles teledirigidos de largo alcance, capaces de ser lanzados desde cientos y miles de kilómetros de distancia, aviones no tripulados controlados por remoto, y más recientemente, pequeños, pero mucho más efectivos drones.

Hoy, desde una cómoda y segura oficina en el Departamento de Defensa en Washington, mujeres y hombres que visten traje y corbata, no están a bordo de barcos de guerra ni tripulan aviones de combate, y no tienen ningún arma en las manos, pueden matar a un combatiente afgano sobre el terreno en Kabul, o un general iraní en las inmediaciones de aeropuerto de Bagdad; y misiles israelíes pueden penetrar por una ventana y matar en su dormitorio a un militante palestino en Gaza mientras duerme ajeno a la muerte que lo acecha. Pero, además, ahora y desde hace ya un tiempo, y con cada vez más fuerza, las guerras se inician, desarrollan y ganan en otro campo de batalla, que es el ciberespacio. Las guerras de hoy, o al menos la parte más importante de ellas, en realidad son virtuales.

La visible violencia en las calles, porque los enfrentamientos se han convertido además en una cuestión esencialmente urbana, es el resultado final de un conflicto que se inició antes en las redes sociales, y se libra en ellas de modo paralelo y mucho más intenso. Son las contemporáneas, definitivamente, otro tipo de guerras, asimétricas las llaman. Y las reglas en este tipo moderno de guerras son otras. Los enemigos no están cerca, no hay contacto físico, la fuerza no es decisiva ni tampoco el número de combatientes. No suenan disparos ni estallan bombas. Pero continúan siendo una guerra. Y en el caso de la que hoy se libra contra nuestro país, no es la excepción. Difícilmente, aunque no pocos inescrupulosos lo deseen y pidan con insistencia genocida, marines norteamericanos desembarquen en Cuba, ni cubanos en el exilio, o emigrados, para ser más precisos, o mercenarios pagados por ellos, van a venir por aire y mar a invadirnos. No tienen la capacidad ni la disposición, y además, saben que no es políticamente viable ni materialmente posible.

Lo que sí pasa es que se realiza un esfuerzo feroz por alcanzar el dominio del ciberespacio, en una guerra sin pólvora ni humo, donde no se lanzan misiles ni se destruyen las ciudades, porque los objetivos son otros. Es una guerra de otro tipo, nuevo y desconocido para la mayoría de los cubanos, en la cual los teléfonos celulares son las armas, las balas son los mensajes y los like, los combatientes los cibernautas y/o usuarios de las redes, y las bajas no se contabilizan por el número de los muertos ni los heridos, porque los que perecen no son los hombres, sino las ideas y la verdad. No hay frentes de batalla bien delimitados, tampoco se disputan territorios, todo es difuso e ilimitado, tanto como son los espacios virtuales. También la participación es masiva, casi absoluta, porque potencialmente puede alcanzar a todos. Cualquiera que tenga un teléfono celular y acceso a internet es un soldado potencial.

El objetivo militar, en este tipo de guerra, no es más que el pensamiento y los sentimientos de las personas. Su alma y su corazón. Los espacios simbólicos. Las creencias y convicciones. Y se pelea con énfasis y mucho empeño, con saña incluso. Tiene también, eso sí, como las guerras convencionales, sus estrategias y tácticas. No son fruto de la improvisación, ni casuales, y tiene sus ideólogos, que explotan con habilidad la frustración y el resentimiento de no pocos y los encausan por el camino del odio y la confrontación, como también ha sido siempre. Buscan, en este caso, la aniquilación moral y la destrucción espiritual de los cubanos que defienden a la Revolución, para recoger luego los frutos de la contienda, al servicio de sus intereses.

Las protestas y los disturbios se concibieron, gestaron y organizaron desde las redes sociales, la verdad se manipuló perversa y tendenciosamente desde los medios digitales, y los ataques más virulentos y violentos se produjeron y continúan produciendo a través de publicaciones digitales, perfiles de Facebook y grupos de mensajería instantánea. Esa es una realidad que no es nueva, pero cuyo reconocimiento y completa admisión es premisa fundamental de todo análisis que se haga del 11-J y de las acciones que se diseñen para enfrentarnos en esta nueva guerra a un enemigo difuso, invisible y distante, que nos ataca en silencio pero constantemente, y defendernos, y ganarla…

El ejercicio de los legítimos y constitucionales derechos al pensamiento, su expresión, manifestación y reunión, del cual forma parte el más específico derecho a la crítica, es libre pero no ilimitado. De hecho, ningún derecho, por importante que sea y no importa su rango, por el hecho mismo de serlo, puede ejercerse de manera absoluta e ilimitada.

Cuba y su Revolución se pueden criticar libremente -e incluso falta que nos hace, porque la crítica es una fuerza motriz-, con el propósito de perfeccionarlas y que mejoren, pero los sucesos del segundo domingo de julio, centésimo nonagésimo segundo día del año, y Día Mundial de la Población, nos dejan otras tres importantes lecciones: Primero, que muchas personas desconocen que el ejercicio de sus derechos, incluido el derecho de reunión y manifestación, debe hacerse dentro del marco de la legalidad, y no todas las vías y medios son legítimos para ejercerlos. Segundo, hay que comprender y aceptar que no todo el que critica a la Revolución es su enemigo. Los cubanos que somos parte y creemos en ella, tenemos el derecho a formular críticas, expresar inconformidades, y mostrar desacuerdo con situaciones, políticas, estrategias y acciones concretas de personas e instituciones. No ha sido ni es la nuestra una obra acabada y perfecta, sino un proceso en pleno desarrollo y susceptible de ser perfeccionado.

Y tercero, que quienes forman parte la Revolución, la aman y defienden, pero tienen insatisfacciones e inconformidades legítimas que desean expresar con el propósito de satisfacer sus demandas y de paso contribuir a que la obra común sea mejor, deben educarse en el concepto que es necesario aprender a cuándo y cómo hacerlo, para que, aunque obren de buena fe y estén animados por propósitos nobles, no sirvan a los intereses de otros, quienes lo que en verdad quieren no es perfeccionarla, sino destruirla, y junto a ella, a nosotros mismos. En cuanto a la primera lección, quedó claro que muchas de las personas que se expresaron el 11 J, desconocían y no se representaron que la forma en que lo hicieron y los actos de los cuales formaron parte, y en otros casos presenciaron impasibles, no son legítimos y constituyen delitos, que están descritos y sancionados en el Código Penal vigente.

Violar normas de seguridad sanitaria, causar desórdenes públicos, dañar bienes ajenos, de personas o instituciones, apropiarse por la fuerza y con apoyo en la violencia de equipos y otros productos, aunque sean alimentos, agredir a vehículos y agentes de la Policía, y proferir amenazas, son todos delitos, y no de carácter político, que en Cuba no hay ninguno de esa naturaleza. Así mismo, injuriar, ofender, calumniar, a viva voz o a través de las redes sociales y otros medios de comunicación, son también comportamientos ilícitos y punibles.

Ninguna de estas conductas son expresión de los derechos a la libertad de pensamiento, manifestación ni reunión, sino delitos. La inconformidad política, los reclamos sociales, y las pretensiones de personas o grupos de personas, pueden, y deben, encausarse de modo pacífico y, sobre todo legal. No vale todo. El ejercicio de un derecho propio no puede compulsar los ajenos, desconocerlos, excluirlos ni irrespetarlos, y mucho menos, dañarlos o destruirlos. Ya en torno a la segunda cuestión por aprender, la necesidad de comprender, a nivel institucional y en lo íntimo del razonamiento de cada persona, que discrepar y criticar no son sinónimos de enfrentamiento a Cuba y su Revolución, ya he escrito antes y en otras circunstancias, pero creo que los acontecimientos del día de San Pío obligan a volver a hacerlo. Criticar no solo es legal, y justo, y hago la distinción porque a veces no coinciden y no siempre son lo mismo, sino que es necesario, vital e imprescindible diría yo.

De nada sirven el triunfalismo infundado, ni la complacencia injustificada. Tampoco la errónea concepción de que todo está bien, la arraigada costumbre de justificar nuestros propios errores con culpas ajenas, y el también muy extendido hábito de automáticamente y casi por defecto tildar como contrarrevolucionario o disidente a todo el que sencillamente discrepa, por un mal entendido concepto de la unidad, y para, de paso, de ese modo y convenientemente, blindar la ineficiencia y evitar los cuestionamientos, tras lo que se esconden malas prácticas, problemas estructurales, y una deficiente organización y peor gestión. Por tanto, realmente nos hace falta que se nos critique, con rigor y precisión, que se señalen con claridad los defectos, que se pongan al descubierto nuestros errores, que se muestre inconformidad con lo mal hecho, y que nadie permanezca impasible y ajeno a las decisiones incorrectas, porque conocerlas y asumirlas, es premisa para subsanar las faltas, enmendar los equívocos, y superar cualquier dificultad. Es ya una práctica global, que las organizaciones, de todo tipo, incluidas las gubernamentales y políticas, estimulen las críticas, quejas e inconformidades de sus miembros, clientes, y en general de todas las personas con las que se relacionan, y dentro de ellas sus contrarios, porque es el primer y más efectivo modo de conocer que están haciendo mal, y punto de partida para rectificar y mejorar. Es ciencia indiscutida y de probada efectividad.

Pero, y es la tercera lección a aprender, quien sea parte de la Revolución y quiera dentro de ella y no contra ella, ejercer el derecho a la crítica, debe valorar antes como y de qué forma lo hace, y en qué momento incluso, porque, aunque este animado por propósitos nobles y actúe de buena fe, puede hacerle daño, si la forma en que se expresa y manifiesta, sirve a los intereses de los enemigos y contribuye a la materialización de sus intenciones. Quien critica, o desea criticar, y tiene además motivos para hacerlo, debe ser consciente de la forma en que lo hace, porque el modo en que cumple incluso con lo que es un deber cívico, puede ser tal que sea aprovechado por intereses distintos y con propósitos diferentes, ajenos y opuestos a los suyos propios.

Al respecto, no creo que sea ingenuidad ni confusión, cuando alguien con un coeficiente intelectual común, enjuicia la supuesta violencia que se ejercicio, y sobre ella asienta otros reclamos. No creo que deba saber y no sabe, creo que sabe que de esa forma hace daño a la Revolución y le hace el juego a sus enemigos. También todo el que crítica fuera de contexto y de una forma inadecuada, desnaturaliza lo que pide y critica, y ofrece armas al enemigo, poniendo en peligro la supervivencia de la obra que cree defender. Hay que tener claro que no se puede perfeccionar una obra si esta se destruye. Y tener claridad también que la crítica y la defensa de la Revolución no son excluyentes ni contrarias, y lo que tenemos es que esforzarnos por encontrar el modo justo y equilibrado de armonizar ambos propósitos...

Patria es amor

No voy a caer en el error, ya criticado en otros, de alegar que la Revolución tiene virtudes y defectos, pero que, en cualquier caso, debe cesar la “violencia” y no hacer uso de la fuerza para restablecer el orden interior y mantener la seguridad pública, que se ha convertido en el discurso común después del 11-J. Reitero y ratifico, con claridad para que no existan equívocos, que soy del criterio que el gobierno cubano tiene el legítimo derecho de defenderse por los medios legalmente a su alcance cuando se quebrantan el orden público y la seguridad ciudadana y pretende subvertir el orden político, económico y social del país. En ese sentido, debe entenderse también que los enemigos de la Revolución no necesitan especial motivo ni tampoco un pretexto específico para atacarla: históricamente han cuestionado y criticado todas y cada una de las decisiones y acciones del Gobierno cubano, lo hacen actualmente, y es racionalmente previsible que en el futuro continúen haciéndolo. No importa cuales sean sus propósitos, las razones que las motivan, y sus virtudes intrínsecas y visibles.

Han demostrado, los hechos lo prueban, una inconformidad completa y absoluta. Además, habitualmente tergiversan la realidad, manipulan los hechos, y mienten deliberadamente. Minimizan o desconocen los méritos, y amplifican y maximizan los problemas. Como dice un novelista español, hoy en política, como entre los fanáticos del futbol, ya no se reconocen virtudes en el contrario, ni se admiten errores propios. A ese núcleo duro de enemigos, en fecha reciente se han sumado, por convicción o conveniencia, otros cubanos, sobre todo en el exterior, donde el fenómeno ha sido masivo, no importa su propio pasado, las motivaciones que tuvieron para emigrar, sus creencias políticas, ni sus afectos personales. Sorprende y preocupa, y a veces da tanto temor como pena, el discurso de rencor y odio que se ha hecho frecuente y parece ya cuestión natural e irreversible, la vehemencia con que se expresa, y la virulenta insistencia de quienes lo promueven y protagonizan. Para ellos, todo en Cuba es malo, y quienes creen y defienden la Revolución y/o representan el Partido, el Estado y el Gobierno cubanos, merecen los más duros calificativos y los peores adjetivos. Lo he sufrido con dolor: los términos irrespetuosos y ofensivos en comentarios a publicaciones en las redes sociales, y como parte de conversaciones e intercambios de criterios, en persona o por vía digital, entre familiares, buenos amigos, y antiguos compañeros de estudio o colegas.

La hiriente ironía, la burla cruel, la descalificación personal, y el cuestionamiento moral. Aunque asumo que esa posición tiene causa en la frustración y la impotencia, y en la forzada inactividad que -afortunadamente por ahora- no le deja otro cauce para expresar su inconformidad que las agresiones verbales, no logro realmente explicar por qué no es posible exponer con franqueza, claridad y sin renunciar a las ideas de cada cual, una posición política, pero sin ofender, agraviar ni injuriar, en un entorno de respeto y tolerancia. Ni porque esas diferencias se tornan irreconciliables y suficientes para separar, distanciar y provocar una ruptura que por ahora parecen definitivas. No entiendo por qué, sí entre todos hay algo superior y más importante, que es nuestra condición de cubanos, y tenemos, en última instancia, un propósito común, que es el bienestar y la prosperidad de Cuba y su pueblo, tiene que llegarse a esos extremos.

Y lo peor es que, a partir del endurecimiento de los términos que se emplean por quienes no comulgan con la Revolución y la exclusión del dialogo respetuoso, ambas partes se radicalizan, van a los extremos, y entramos es una espiral negativa que ahonda las diferencias hasta lo irracional. No es precisamente un atributo de la idiosincrasia de los cubanos la virtud bíblica de poner la otra mejilla. Llega entonces el lamentable momento de terminar conversaciones con frases lapidarias, profetizar sobre el futuro con amenazas explícitas, “limpiar” el Facebook, y proclamar mutua y recíprocamente y como prueba de una olímpica intolerancia, la incompatibilidad de los vínculos de cualquier tipo entre quienes pensamos diferente respecto a la política en Cuba. De ese modo, se fractura la unidad de la nación y se nos debilita a todos, y aunque no seamos capaces de darnos cuenta ni lo queramos admitir, le hacemos el juego a fuerzas más poderosas y oscuras que nos utilizan. Nos convertimos, aun sin darnos cuenta, en instrumento de los propósitos de otros. No le hace bien a Cuba que sus hijos se dividan y enfrenten.

La Patria los necesita a todos para crecer y desarrollarse en armonía y paz. Por eso creo que otra de las lecciones que nos deja el 11J es que no se puede renunciar al amor, la concordia y la fraternidad entre cubanos con independencia de su credo político. Que las diferencias hay que asumirlas sin odio ni maldad, con racionalidad y sentido común. No se puede olvidar ni renunciar al amor entre los cubanos. No podemos renunciar, aunque por naturaleza nos inclinemos a lo contrario, a explicar, razonar y argumentar cuales son nuestros principios, cual es la situación de Cuba, ni a intentar convencer a los oponentes de la razón que nos asiste. No creo que sea conveniente recurrir a la exclusión de quienes disienten, y aun de los que nos atacan, a reserva del derecho a defender la integridad del país, al que tampoco se puede renunciar. Puedo estar equivocado, y la pretensión por la que abogo parecer quimérica, o hasta, incluso, una muestra de debilidad para los más intolerantes, pero estoy convencido que el amor tiene que continuar siendo parte esencial de aquella martiana formula triunfante: con todos y para el bien de todos. Tampoco, por difícil que sea el momento, se pueden perder la alegría, la simpatía y la jovialidad. Un ceño fruncido y un rostro adusto muchas veces inspiran respeto, pero una sonrisa o un gesto amable definitivamente cautivan. Ni podemos olvidar y dejar de recurrir a utilizar el arte en función de la defensa de nuestras ideas.

Escuchar una canción patriótica anima, motiva, e impulsa. Un poema vibrante conmueve. La imagen de una foto estremece. Y lo más importante, creo que una lección muy clara que nos dejan los acontecimientos, es el valor de la educación, y la necesidad imperiosa de ampliarla y fortalecerla. Una de las primeras medidas de la Revolución fue la alfabetización, para garantizar que todos pudieran leer, y asegurar que nadie pudiera confundir al pueblo que la apoyaba. Ahora hay que volver a alfabetizar, pero en un sentido mucho más amplio. Hay una relación inversamente proporcional entre la educación y la felicidad, la marginalidad y el delito. Mientras más instruida y educada este una persona, más posibilidades tiene de ser feliz y plena, vivir mejor, y no cometer delitos, lo que, en este contexto, equivale a decir también que está en mejores condiciones de enfrentar y resolver sus conflictos de un modo racional y pacífico y sin recurrir a la violencia.


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Pavel Peterssen

Abogado y Director en Unidad de Bufetes Colectivos de Trinidad


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