El hombre tiene un universo paralelo en la representación, un oasis en el cual plantarse reflexivo en torno a sí mismo y lo que piensa del resto, seña de ello son determinadas marcas, como la artesanía que nos testimonia hasta dónde ese grado de civilización avanzó como pueblo autónomo.
Cuba hereda un taller de saberes que proviene de la mejor tradición occidental, la cual a su vez le debe al mosaico de culturas que conformaron el choque de la conquista de América. Sin ir más lejos, artesanales fueron siempre casi todos los utensilios que usara la familia, tanto de una clase como de otra, y que hoy tenemos en los museos como rastro de un pasado que aún comprendemos.
Por ello es importante que se entienda el grado de participación en la historia, de representatividad, que tiene la actividad del artesano, a medio camino entre el artista y la industria, pero con una voz propia, en cuanto producto para el uso y a la vez la contemplación estética.
Este siglo XXI, con los trajines de la tecnología y el hecho de que casi todo se quiere hacer en serie y mediante un diseño prefigurado, le da paradójicamente mayor protagonismo a la artesanía, que toma así un valor tanto único como utilitario, siendo un producto en ocasiones extremadamente exquisito.
En Cuba se trata además de vencer las carencias que la historia nos trajo, mediante la inventiva. Así, en una feria podemos hallar anillos de compromiso hechos con un tenedor, que, sin embargo, tienen una belleza tal que resultan preferibles a cualquier joya que compremos en los mercados industriales. Y ello recuerda que en sus orígenes la artesanía era precisamente un sustituto de productos que en el burgo no se encontraban y entonces una clase de hombres se ponía manos a la obra para hacerlos a su manera.
Los cubanos se sitúan en una dificultad que los acerca a aquellos burgos, ya que en muchas ocasiones recurrimos a la artesanía como solución ante las carencias del momento.
Ahora bien, cabe preguntarnos si la comercialización hacia el visitante no ha cosificado, o sea detenido, la creatividad de determinado sector, y ello deviene en el empobrecimiento del diseño de los productos.
A un amigo pintor lo escuché decir que en términos de turismo lo que interesa es que la vasija o lo que sea lleve el rótulo “Cuba”, y que además se trate de un objeto estéticamente tosco y hasta feo. Detrás de esta concepción, sin que este profesional lo supiera, latía un coloniaje de la mente, el cual establece que lo de adentro es poco elaborado y sin adelanto y que ese es el testimonio que se le vende al de afuera, al proveniente del mundo del progreso. Vemos cómo existe un lenguaje no escrito en cada signo de la artesanía que nos habla de las ideas del autor de la pieza, incluso de su cosmovisión política, algo que sin dudas pasa a integrar un rastro que testimoniará para uno u otro partido de la historia.
Otra cosa vana nos viene de la serial repetición de los mismos objetos en las ferias del turismo, donde no existe el atrevimiento de vender un producto único, sino que se apuesta por fórmulas del mercado, y el concepto de lo artesanal queda entonces muy por debajo de lo que como tal se considera. En dichos puntos de la ciudad, pareciera que el cubano no tiene nada que hacer, pues la idea que se trasmite de la patria dista mucho de la diversidad y el rostro, ni somos solo mulatos, ni solo tambores, ni solo ron, ni solo tabaco.
Hay una isla que no se refleja en esas piezas y que incluso ese mercado quisiera ocultar, que nadie la vea, que se quede en los museos o en los cementerios de la historia. Lo que vende suele situarse en las concepciones coloniales de quien compra.
Las ranas que mi amigo pintor vendía en el mercado artesanal eran hechas con el mayor descuido posible, a veces les faltaban partes o quedaban contrahechas y, para mi sorpresa, eran llevadas en primera fila al punto de exhibición. De esta forma el turista compra algo que testimonia acerca de una nación en decadencia, inferior, sin un rostro glorioso, con una vida en pedazos y cutre, fea, en una palabra.
A quien expende solo le interesa la ganancia del momento, no existe un estándar ante tales excesos y, si lo hay, nadie lo pone en práctica. Entidades encargadas de velar por el patrimonio hacen de la vista gorda y aprueban estas prácticas. Vemos personas sin habilidad alguna con la licencia de artesanos, incluso seres que en su vida harán una pieza de arte.
Artesanía y mercado se llevan bien si la primera cede, se trata de una guerra que no nace en Cuba, sino que se remonta a los inicios del mismo fenómeno. Pero hay que recordar que prevalece aquello que se propuso pasar por encima de la necesidad y construir una voz propia de los tiempos, un testimonio verdadero.
No solo hay que hablar de las porcelanas alemanas o los muebles ingleses, sino de la vajilla cubana del siglo XIX, de los relojes de madera, incluso, de los decorados de las mansiones que aún bajo los efectos del tiempo y el abandono nos deslumbran en las ciudades. Con una escuela tan fuerte y una herencia de tal potencia, los artistas cubanos tienen más que peso suficiente para vertebrar una obra, solo falta su conexión con un mercado que no perdona, que exige siempre la carita del negro esclavo, la banderita entre tabacos, o la mulata desnuda y de bellas proporciones que se ofrece.
Entre ranas, tabaco y ron transcurre buena parte de lo que sale como artesanía hacia otros rincones del mundo, en tanto las piezas y la genialidad quedan encerradas en circuitos de exhibición especializados, con poca circulación. Tendremos que tomarnos en serio este arte, que nos testimonia hacia el futuro o seremos una feria más de las vanidades.
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