El mercado no necesariamente es un mal que se sobrelleva. De hecho, no se ha inventado una lógica diferente aún para organizar los complejos procesos de intercambio a nivel social, desde que la humanidad camina sobre la faz. Mucho menos cuando hablamos de capital simbólico, que como dijera Pierre Bourdieu, implica todo un serial de acontecimientos en el área del humano como realización total.
El arte, uno de los rostros de mayor complejidad, no está reñido con la noción del intercambio, de hecho, la mayor parte de los exponentes que existen han cursado su devenir particular con el universo de los poderes terrenales, el encargo comercial y el precio de la vida.
Son las artes plásticas una de las que hoy se sitúan en las antípodas de cierto mercado ramplón de la industria cultural, pero a la vez depende de circuitos donde también se habla de comercialización, ya que el creador, como todos los demás seres humanos, también come y tiene necesidades de orden crematístico. Por ello, no es bueno que se estigmatice la actividad comercial sobre la base del arte, como en ocasiones ha ocurrido en Cuba. Vender no demerita que un cuadro siga siendo un referente, lo que sí es lamentable es que el autor no pueda pintar más porque el precio del material escapa de su alcance o no cuenta con el tiempo necesario para el ejercicio de la creación.
Digamos que se plantea ante los artistas un valladar llamado comercio, que muchos logran agenciarse y otros tantos padecen, porque, por ejemplo, Van Gogh en vida no pudo ver nada del éxito de sus obras, mientras que otros intrascendentes para la posteridad sí contaban en aquel momento con el favor monetario. La historia demuestra que los hombres no siempre alcanzan en vida aquello a lo que fueron destinados, más aún si hablamos el universo impredecible y bello de las artes. Miremos a las pirámides de Egipto y veremos ahí el legado anónimo del artista, reconocido por la historia pero borrado por el poder terreno de los anales de la gloria.
En Cuba hemos tenido el caso icónico de un Fidelio Ponce, quien para poder agenciarse algo de comida se iba de la Habana por temporadas hacia el interior y luego volvía diciendo que estuvo en París. En sus cuadros, vendidos en ocasiones con muy poca ganancia monetaria, estaban las iniciales PLC (por la comida). Fidelio, con su imagen quijotesca, como un caballero medieval, nos dejó esperpénticos personajes que nos expresan el hambre del artista, su obsesión por un mundo inmaterial y la tirantez con el mundo que le toca la fibra sensible de la necesidad. El mercado tiene sus dos caras, por un lado la que alimenta y por otra la que mata de hambre.
La monetización de ciertos creadores del momento no puede compararse con la carga forzada de Fidelio, sino que se trata de una tendencia, un leitmotiv que más allá de resolver cuestiones puntuales, va hacia un status, cuya esencia se aleja del alma de la creación pura. Lo quijotesco, lo precario, da paso a cierta onda de ostentación, de arte de aparadores, de tiendas, de esencias perdidas. Esas “cualidades”, que podrán parecer a alguien como de “avanzada” o de viveza a la hora de comerciar, no cuentan en sí en el valor de un cuadro o una pieza y no debieran determinar en la historia del arte.
Un amigo pintor, de la ciudad de Remedios, compartía con nosotros en el grupo de raros amantes de las artes y la literatura, en el parque del pueblo, sus cuadros, que lograban llevarnos hacia regiones inimaginadas y originales. Sin embargo, cuando Yunier, que así se llamaba, se fue al mundo del mercado, tuvo que incursionar en la venta de artesanía de la más baja factura, y solo poco a poco y con ayuda de la crítica responsable pudo vender su obra y vivir de ese don que la vida le otorgó. Pero antes de eso, hasta sus padres andaban preocupados, de hecho, él debía enviarles cartas tranquilizándolos, pues no existe mucha fe a nivel perceptivo social de que el arte sostenga materialmente.
Lo cierto es que para Cuba aún no existen los grandes negocios del arte y ello nos da cierta excepcionalidad política para avanzar en la generación de espacios comerciales que le permitan al creador vender, vivir y no perder esencias reales. Se trataría, por así decirlo, de nuestro mercado a la cubana, donde evitaríamos que ocurriera el nivel de precariedad que le tocó vivir a Fidelio, solo por la comida, así como la cosificación extrema de ciertos artistas, que han perdido el rumbo entre obra y obra, detrás de precios cada vez mayores y de prebendas ajenas del mundo de la cultura.
Pudiéramos decir también que para quienes habitan en el mundo del arte es un alivio no preocuparse por las cuestiones de la comida, y que existan las áreas a las cuales él pueda dirigirse en pos de un interés cultural, que ya le supla ese problema de subsistencia. Tal cosa no puede ser otra que el mercado en sí, aunque lo organicemos, le demos nuestra fisonomía, lo regulemos y adentremos en él lógicas no necesariamente neoliberales aunque sí tendentes a un liberalismo clásico y sano. Por ello no resulta sana la satanización del arte en el comercio, sino que deberá verse como una lógica que nos impulse, que nos otorgue herramientas de mayor fortaleza para no improvisar, para no callarnos ni dejarle al azar una influencia que no será beneficiosa.
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