La Bienal de La Habana comenzó, miles de proyectos abarrotan los espacios de la ciudad y trascienden mediante el sistema de promoción creado para dicho evento. Un aluvión de artistas me llena el buzón del correo electrónico con invitaciones a expos aquí y allá, cual de ellas más atrevidas o en la línea de un arte que roza los límites mismos de la experimentación. Llamo a una amiga artista de la plástica y su celular está constantemente en uso, pues ella se halla en medio de la vorágine de la cultura.
Creo que en pocos sitios, por muy reputados que sean, ocurre una avalancha no de nieve sino de obras, como la que gozosamente sufrimos en La Habana con la Bienal. Se trata del espacio puesto a funcionar como palimpsesto de todo arte posible e imposible, del arte que funciona y del que no, en un ejercicio de libertad rayano en lo hiperbólico, en el destrozo de cualquier normativa.
Cierto que el espacio se ha querido utilizar para alguna que otra causa programática, lo cual afeó más que aportar, pero la misma naturaleza espontánea de la Bienal la salva de caer en manejos de mercaderes de la imagen. Y es que en Cuba se ha generado, al respecto, una filosofía alternativa de la exposición de arte, donde el artista de la plástica no es ya ese relegado que en la figura de un Fidelio Ponce vendía cuadros “por la comida” (PLC, según las siglas que usaba el propio autor al firmar).
La expresión sensible, el arte, han funcionado en los espacios públicos en una dialéctica inteligente y factible, de manera que nadie podría decir que el artista de la plástica cubano se muere de ganas por exponer y nadie le hace caso, o que las instituciones pasan de él. Al contrario, y mal que les pese a algunos, se privilegia la existencia de algo como la Bienal, diseñada para que cada dos años la cultura reciba el impulso del aire fresco.
A esas causas programáticas de corte extrasensible se les responderá con la ponderación del papel del artista, una función social que no tiene sustitutos, ni mucho menos se puede controlar del todo, pues el arte no es mensurable.
Cuando hubo alguna “obra” de carácter programático, enseguida el público —ese sabio— la sintió como nota discordante en medio de un concierto para violín de Johan Sebastián Bach. Porque no se puede jugar con la inteligencia de un pueblo, acostumbrado a lo mejor de la cultura.
Mi amiga es una artista que ni siquiera milita en la sociedad civil de los artistas cubanos, esa que algunos tachan de “oficialista”, pero dispone ya de una obra vertebrada desde sus años como estudiante de las escuelas de arte; además, usa su derecho como la que más a exponer en la Bienal y en los diversos espacios concebidos para ello. Si alguien cree que eso es “falta de libertad”, pues anda muy mal. Mi amiga no solo no milita, sino que mantiene una actitud crítica en extremo hacia su realidad, y la tan socorrida “censura” aún no ha tocado (ni tocará) a su puerta. No obstante, los discursos programáticos niegan a la Bienal, la plagian e intentan tomar el espacio legítimo.
Se trata en todo caso de un mentís de tantos que corren en este mundo de plástico, que terminará seco y migrante hacia una copia virtual de sí mismo, sin que nos demos apenas cuenta. En la apariencia de libertad está el espejismo que le quieren crear a los verdaderos artistas, un efecto que esconde la compraventa de todo lo sensible, del alma por el espejo, del hombre por el muñeco, del agua por la cicuta. El viejo tema de Sócrates agobiado por una muchedumbre de engañados vuelve a la palestra y, aunque tantos incordien al sabio, este no deja de tener la razón, ni de cuestionar lo estatuido.
Un espacio de privilegio para la experimentación no debe convertirse en una plataforma para establecer recetas programáticas que otros dictan allende el mar, mediante jugosas promesas. Y creo que la creación está en todo su derecho a tener derechos, a existir. Si dejáramos de la mano estas cuestiones esenciales, tendríamos que reconstruir todo a lo largo de otro medio siglo y quizás la Historia no nos lo perdone.
La Bienal se trasciende a sí misma y es la forma en que se realiza todo arte, no solo lo visual, ya que allí está el discurso irreverente y natural de cada generación para decirnos qué sucede detrás del concepto. No se trata solo de decir, sino de decir para el futuro, de trascender, de manera que lo efímero en cuestiones de discursos no nos afecte. A la vez, la causa, el móvil de la expo tiene como dialéctica la libertad misma y la existencia de un espacio único que se debe preservar de otras contaminaciones.
Quienes quieren desaparecer a la Bienal o clonarla, para luego matar hasta al clon, se fijan una meta en las siglas PLC de Ponce, ya que hacen del arte una misión utilitaria, cuya muerte se da antes de su nacimiento. Si Fidelio tuvo que hacer su pintura apremiado por esas tres letras, espacios como la Bienal existen para que ello no sea primordial. Cuenta la leyenda que el pintor en algunos momentos del año desaparecía de la capital, se iba a su provincia en busca precisamente de comida, y al volver engañaba a todos con historias de su reciente estancia en París.
A esos espejismos, tan pintorescos pero dolorosos, no debemos volver, aunque nos incordie la llamarada del pagador. Queremos que los Fidelios de hoy, al terminar su jornada, cuenten orgullosos acerca de sus expos hechas aquí, en La Habana del 2019, y no en un París inventado, que esconde alguna que otra escapada emergente.
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