Durante mi etapa como recién graduado de Periodismo conocí a varios colegas que llevaban la camiseta con el letrero “Mi casa es tu casa”. En aquel entonces mi visión de la cultura, siempre en construcción, no asumía la verdadera magnitud de ese eslogan, su esencia original y abarcadora. Era ya amigo del poeta Luis Manuel Pérez Boitel, ganador del lauro que otorga Casa de las Américas en literatura, pero, para un joven de 23 años, el mundo de esa cultura resultaba elitista y distante.
“Mi casa es tu casa” expresaba una fórmula de calidez, de cercanía de todo tipo, que contradijo mis hipótesis, a la vez que el color de cada camiseta me impactaba por el desenfado, la alegría. Siempre se es permeable a la sicología de los tonos vivos y elegantes, ya sean en la ropa, en la música o las letras. Años antes, durante ese periodo de aprendizaje básico, en el Centro de Formación Onelio Jorge Cardoso, pasé varias veces por enfrente de la Casa, un grito de un colega entonces nos hacía voltear la cabeza hacia dicho sitio: “Eh miren, ahí está”.
La torre extraña, el color de la fachada, su entrada lateral que me sorprendió desde un inicio, su librería “Rayuela”, todos esos son encantos de un sitio donde, además, parece que a cada paso vas a encontrarte con Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez; o con Haydee Santamaría, Virgilio Piñera, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Pablo Armando Fernández… La historia tiene rostros así de visibles, de vivos, de los que no conviene eludir ni pasarse en silencio.
Uno de esos rostros es Roberto Fernández Retamar, nuestro ángel de la Jiribilla, situado en lo alto de esa torre de la Casa, como un vigía del tiempo y de las artes; un hombre cuyo legado en torno a los procesos de identidad cubana aún dejará una huella en los próximos siglos. Ese ángel descrito por Lezama, que no descansa, que no se va nunca de sus tutelares sitios, que se torna vivencial y cotidiano, ese es Retamar.
Más allá de lo que pueda decirse de Casa, ha sido la institución literaria por naturaleza que aglutinó a los escritores del continente, hasta alguna foto de Mario Vargas Llosa hay por allí…
Siempre va a existir el que quiera negar la historia, pero ¿qué otra cosa sino la compulsión puede existir detrás de un proyecto que solo nace para crear? Ese mismo impulso llevó a Martí a llenar volúmenes, los cuales al cabo de más de cien años pondría Retamar en un anaquel de Casa, para que el filósofo José Pablo Feinmann a su paso por La Habana preguntara en qué momento vivió Martí, ya que tanta escritura solo muestra eso: un ángel de la Jiribilla, persistente.
Casa de las Américas se hizo más cotidiana y hasta común, por eso cada vez que voy a una cobertura cercana al sitio paso por los salones para seleccionar qué actividad cultural puede interesarme, o llevarme alguno de los números de la revista Casa, un canal expedito hacia lo más brillante, lo auténtico. Se trata de una institución de excelencia, que tiene el sabor de la humildad.
Sesenta años de existencia no han envejecido la opción del Premio Casa como un lanzamiento hacia lo mejor de las artes de las letras. Creo que esa es una de las ganancias, además del aglutinamiento de secciones de crítica, ya sea social o cultural, desde la periferia al poder del mercado. El objeto de Haydée fue tal, lograr el éxito de veras, no ese final literario como una cosa que termina en sí misma. Una forma otra de la cultura, sin precedentes en el continente.
Y es que el nacimiento de la institución coincidió con el Boom de la literatura en América, una amalgama de belleza y triunfo real, que muchos comparan con el hallazgo de alguna mina oculta, detrás de un largo y tortuoso camino. Los años creativos fueron aquellos en que Julio Cortázar decía “buenos días mi Casa”, una frase que está presente en más de uno de esos momentos que autoficcionara dicho cronopio.
Julio, Carlos, Roberto, Alejo, Mario, Pablo, muchos son los nombres casi apostólicos que han pasado por los salones del lugar, quizás necesitados hoy de una mayor reanimación física (pintura, belleza, arreglos), también de que se la vincule más con esa juventud del interior que quiere incursionar en el campo creativo, de manera que se vuelva a formar una vanguardia articulada de cultura.
En fin de cuentas, eso, la articulación de conciencias, es lo que siempre le ha fallado a los pueblos que fueron derrotados, y precisamente la Casa es un centro que se proyecta más allá de las letras, porque actúa como una columna de fuerza operativa y eficiente en la concreción de metas hegemónicas desde la democracia multicultural.
Hace años me enteré por boca de un anciano de cierta historia, real, sobre un pueblo que luchaba contra los colonialistas ingleses. Dichos combatientes eran creyentes y basaban su espíritu de lucha en su fe, entonces la metrópoli usó una argucia: grasa de animales sagrados en las balas, de manera que el pueblo renunciara a pistolas y escopetas, para pasarse a cuchillos y espadas. En una semana o menos la sublevación fracasó. Tal es el papel de la cultura en la construcción de sentidos, en la interpretación de los hechos, en la liberación o no de prejuicios.
La casa, la que es mía y tuya, tiene que ser así, no hay otra existencia viable, tampoco se concibe otra naturaleza auténtica en el campo de la construcción cultural, otro sustrato más allá de la fábula de una isla que flota casi shakesperiana.
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