En la historia del teatro hay siempre un festival que hace que los artistas hallen sentido en medio del curso de la creación, desde Grecia eran famosos los certámenes que enfrentaban a comediógrafos y trágicos en pro de una gloria que hizo grandes a Eurípides, Sófocles, Aristófanes, Esquilo. Las tablas son un sitio de encuentro, de debate, nunca se hizo este arte para el encierro, sino en total comunicación con los dilemas de los tiempos. Si usted quería una crítica inteligente sobre los asuntos del rey y la nobleza, podía asistir a las farsas montadas en las plazas de la Edad Media por aquellos grupos de trashumantes teatristas.
Cuba ha sido tierra de dramaturgos, de hecho no es casual que nuestras primeras obras en la historia de la literatura se concibieran para las tablas. El teatro como tertulia de ideas ha estado presente en la formación de nuestro país, sobre todo en tiempos conspirativos en que los hombres debían enmascarar sus encuentros políticos. Allí está el origen de los festivales cubanos, como el propio que se hace en La Habana, con presencia de los diferentes grupos del interior del país.
El mismo Edipo se transformó en el arquetipo del hombre moderno atribulado por dramas que lo superan y lo llevan más allá de lo que él quisiera, a las honduras de la nada. Freud se sirvió de ese personaje tipo para erigir su teoría de uno de los complejos que define el rostro de los dolores humanos. Es, por tanto, necesario que haya un punto de encuentro entre los teatristas, donde surjan aquellas tendencias a la luz, de manera que los hombres del presente clarifiquen algunas coordenadas. Un festival deberá acoger las diferentes tendencias, entre lo mejor que se exhibe, por tanto es en esencia un ejercicio crítico, que se realiza para reforzar nuestra capacidad de discernimiento.
Las salas cubanas de hoy gozan de buena salud desde el punto de vista funcional, sobre todo las habaneras que no paran de ofrecer obras, pero existe un desbalance entre el número de grupos de teatro (150) y la baja cantidad de estrenos por año. Esto apunta hacia el punto flaco: poca creación, muchas piezas repuestas. La escritura de obras debía estar a la cabeza del debate, sin embargo se priorizan otras áreas de experimentación. También existe un escaso ejercicio crítico hacia el teatro, lo cual impacta en las dinámicas productivas y genera vacíos en creadores e intérpretes.
Una de las anécdotas que guardo acerca de un verdadero festival se remonta a las horas de conversación con mi amigo el dramaturgo Fidel Galbán, quien relataba la manera en que él y otros directores de grupos debatían en tono fraterno durante los encuentros en la provincia de Camagüey. De ahí no solo se esperaba un premio, sino que todos saliesen con mejores ideas para la creación, ya que había ocurrido la catarsis. Y es que se debe apostar por un arte que rete al demiurgo y le haga elevarse por encima de las circunstancias, hacia esferas no de varieté sino cuestionamientos.
La presencia del público, el ojo crítico que debe aparecer en cada uno de los escenarios, las publicaciones que existen para la reseña y la disección; todo ello conforma el tablado de un festival que se respete. No se hace para cumplir con un plan ministerial, sino para que la siguiente fase sea superior, y se superen los puntos débiles en el campo creativo. En tal sentido, deviene de mucha utilidad la presencia constante en medios nacionales de la columna del estudioso del teatro Omar Valiño, quien viene a sostener una tradición crítica de larga data y que nos enfoca con luz cenital aquellos aspectos relevantes.
Estos hombres de teatro quisieran que el arte ocupase un lugar más cimero y amplio en los medios de gran alcance, así como que las revistas especializadas lleguen al público más general. Pero sucede que uno de los defectos que sufre la creación de altura en estos momentos es que se vuelve gremial y en no pocos espacios son los mismos teatristas los que consumen teatro, encerrándose el círculo en dinámicas reproductivas que no dan paso a la catarsis social, tan fecunda en la Grecia de los festivales.
Más que reposiciones, se hace necesario un ejercicio de decantación así como de vínculo con el público, y ello apunta hacia la crítica de teatro. He leído en los portales especializados algunas reseñas que ni siquiera cumplen con los cánones mínimos del periodismo y por tanto no alcanzan los puntajes del análisis y la disección. Los teatristas, más que en catarsis, terminan ofendidos por criterios sin sostén o que no se clarifican a partir de la precisión del escriba. Abundan frases como “las luces no fueron oportunas”, cuando se sabe que una lapidación así deberá acompañarse de un nivel de exactitud (en qué escena, en cuál momento, para qué intención).
No se hacen una crítica ni un festival para que el público se incomunique con el arte, sino que el ejercicio deviene en vehículo. La élite no se desmarca del consumo, pues moriría. Pienso que lo que mantiene vivo al teatro cubano resulta precisamente de los temas tratados por directores como Carlos Díaz, quien desde un tono inteligente le hace guiños constantes a los espectadores. Ellos no se separan de las inquietudes cotidianas, sino que beben allí, para transformar esos códigos en un arte que proponga saneamientos y lógicas discursivas de alto vuelo.
Es ese público quien sigue siendo un reto para los teatristas y no viceversa, como ocurría en una Grecia donde el premio resonaba en las gradas del anfiteatro, o se disolvía en el silencio de la derrota.
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