El ser errante es aquel que no halla refugio ni saciedad en nada, y en su búsqueda del algo pierde a la propia búsqueda. Los teóricos neomarxistas vieron a esa nueva cultura del siglo XX a la manera de un argonauta que debe atarse al mástil si no quiere que su nave y hasta él sucumban a los cantos —la cultura— que lo llevan hacia derroteros de fracaso y vacío. Vivir es asumir la muerte, de ahí depende que llevemos o no una errancia, que busquemos o no con certeza, incluso que busquemos.
La industria cultural solo es el canto, no tiene letra, no compone, no innova, sino que se reproduce a sí misma a la manera de aquellas criaturas del cine que al inicio parecían angelicales y al caerles agua devenían en millones de monstruos. O aquel cuento de Julio Cortázar en que un hombre, de condición artista, vomita un conejo y lo que al inicio es un acto insólito se transforma en la esencia y termina por tragarse, por destruir la fuente de sentido, al propio hombre. Ese canto de cisne abunda en cuanto conejo salta a la vista y se nos vende como la única voz, en una imposición que, más allá del totalitarismo, se nos presenta como madre de todos nosotros, de manera que le da sentido al mundo del arte, lo sostiene económicamente o eso creen algunos.
En Dialéctica del Iluminismo Theodor Adorno nos deja caer la fórmula de cómo se comporta ese mercado: él —el comerciante— te resignifica, te deifica, es dueño de la máquina de legitimación, a la que no te conviene resistencia alguna si quieres hacer que tu propuesta se sustente por sí sola. Sentado sobre el Marx de los Manuscritos económicos y filosóficos, Adorno nos da la visión de un artista que en manos de los cantos es otro, y termina por no ser. Entonces el mercante, según la ley de la ciudad, es el verdadero “artista” y tú, que produces sentido, terminas dándole el espaldarazo a las leyes de esa polis regida por el canto.
Ese hombre, que a partir de vomitar un conejo es otro, dejó de lado la producción de sí mismo y engrosó las filas de esa fábrica relatada por Charlot en uno de sus filmes, donde las maquinarias se tragan (para luego vomitar) al artista. La industria cultural, el mercado, a los cuales se les valida hoy como la última ratio del arte y los “salvadores” de la miseria son, en sí mismos, miseria de la filosofía (como episteme y como vida), pero no conviene que se digan cosas como estas en la ciudad regida no por los dioses, sino por quienes andan a punto de condenar a cualquiera que se sustraiga del consejo de ancianos, ese que dicta lo conservador, lo “correcto”.
Porque el dinero es el pasado del hombre, su rémora, mientras que la creación no llega a ser ni siquiera presente, ya que se proyecta hacia adelante, siempre es una posibilidad, su otro de sí tiene autenticidad al asumirse como horizonte y no como cosa. El hombre, ya lo dijo Heidegger, siempre engendra posibilidad, no mercancías, aunque la visión que prevalezca en los consejos de ancianos, esos que lo son por visión histórica y no por edad, se establezca a partir de lo rentable de aquello que se quiere llamar “el arte de la industria cultural”. Pero el hombre, en un vuelo manido, en un canto sin notas ni letras, es, en la esencia de la polis, mercancía o no es.
Hace años, un amigo pintor que comenzaba su exitosa carrera recibía a diario las cartas de una madre preocupada porque su hijo estuviera pasando hambre, ya que él se mudó a otra ciudad y estaría viviendo solo y a partir de sus ganancias en las ventas de cuadros. La alarma de la madre estaba fundada en comentarios de vecinos, sobre “esos cuadros raros que él hace, que difícilmente encuentren mercado”. El sentido común incluso, en esta anécdota, apunta a una metamorfosis con la visión utilitaria del artista y la censura de las esencias de este, cuando no coinciden con los gustos de compradores.
Yunier, que así se llama el artista, triunfó como pintor y como mercante, lo cual es una suerte y una alegría para nosotros sus amigos, que siempre creímos en la imposición de su discurso auténtico por encima de las fórmulas, tanto las impuestas por los jurados, como las de una industria que prefiere el virtuoso en serie. No hubo errancia en su devenir, aunque sé que se quejaba de que sus colegas pintores solo le hablaran acerca del viaje tal o del dinero más cuál, tampoco concesiones, o aceptaban su propuesta o bajaba los cuadros de la pared como lo hizo más de una vez.
Al pobre Sócrates que se atreva a enseñar algo más allá del canto, o llamar por su nombre a los conejos, ya sabemos lo que le espera.
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