En uno de los estrenos de Teatro El Público tuve una epifanía, sí, de esos episodios que iluminan, que aportan una claridad más allá de lo cotidiano. A través de los parlamentos, personajes y luces, llegué a la conclusión de que el teatro contemporáneo es piedra angular del espíritu crítico del cubano. Nuestro parentesco con los griegos, de esta forma, se hace más que evidente: vamos al circuito de la calle Línea, donde abundan los proyectos teatrales, para hallarnos como seres, en un peregrinaje que se asemeja al de los antiguos hacia el oráculo de Delfos.
“Conócete a ti mismo”, pudiera ser la lápida en el frontis de cada sala, donde las luces del mundo se apagan y se encienden otras, las del interior. La obra epifánica fue Entre nosotros todo va bien, una pieza que Carlos Díaz supo llevar hacia los referentes más cubanos, a pesar de que aconteciera en una geografía polaca y absurda, una especie de cronotopo cero que iguala y universaliza a los hombres.
Cuando la cultura existe de veras, se transparenta hacia todos, es la mayor democracia que se puede conocer. En Grecia, el teatro fue eso, un pueblo que se miraba a sí mismo y evaluaba, mediante los personajes, qué tipo de moral había y cuál era o no conveniente.
En Línea, o en cualquier sitio donde se respire la cubanía, los teatristas contemporáneos luchan contra la poca o mediana comprensión del entorno, la mediocridad y las trabas, para hacer un arte irreverente, cuya propuesta esté a la altura del país que queremos. Se trata de esa tradición futurista que vemos en el teatro de Virgilio Piñera, que marcaba los compases de una nacionalidad siempre en ciernes, cuyos personajes jamás tenían asidero en una verdad sólida, sino que vagaban en el limbo de las islas. No seamos ingenuos, hay quien ve con malos ojos la capacidad crítica de los dramaturgos, pero otros sabemos que la esencia está en los dardos, más que necesarios.
¿Acaso el propio Piñera, en su texto La carne de René, no nos regala una narrativa esclarecedora, donde las flechas atraviesan el cuerpo del iluminado? El suplicio del hombre sensible es tan inevitable, como mortal. Morirá el artista diciendo su verdad, y precisamente a causa de esos cánticos. La fábula del cisne nunca se aplicó mejor: el ave frágil hará de su deceso un espectáculo and the show must go on. No hay pues dramas o comedias complacientes, sino que están hechos a la medida de la incomodidad del espectador, de sus hormigueos y de su danza en la platea oscura.
Sí, quienes vamos al teatro cubano buscamos esa visión crítica, preclara, que nos acompaña en la medianía de las luces, cuando el telón se levanta. Es uno de los mejores momentos de nuestra cultura, uno de los patrimonios que debieran guardarse como reliquias, aunque haya quien se interese luego en hacerlas polvo. Shakespeare no pensó en un arte que complaciera a la reina, sino en la risa, el horror y la sorpresa de su público, ya que en la mente del Cisne de Stratford vagaba el fantasma de la rebeldía. Así en Hamlet retrató la naturaleza del poder en su esencia, tanto como la débil existencia del hombre real que debe o no ser, quizá muy a su pesar. De la misma forma, en obras cubanas como Diez millones, las escenas arrojan verdad sobre aquello que escondemos. Se trata, más que de arte, de un ejercicio religioso, de rendición de cuentas, el teatro como confesionario de la República, al cual vamos en tropel.
Pudiera parecernos que la dramática cubana actual a veces es snob, que imita tendencias de moda en el mundo; pero contrario a eso, si vamos a otras escenas allende el mar, veremos que la banalidad, el mercado y lo barato se han tragado al buen hacedor. Nuestros dramaturgos en verdad sacan su espíritu de la tradición, pero sucede que buena parte del público olvidó que ello formaba parte de la nacionalidad. Recordemos que era en los teatros de La Habana del siglo XIX donde se fraguaban parlamentos muy criollos, con mensajes a los sublevados que seguían a Céspedes. La crítica, o la ausencia de esta, ha marcado una postura a veces contemplativa y acéfala ante los excelentes escenarios, silencio que genera cretinismo en el consumidor. Muchos van al teatro y solo buscan chistecitos subversivos y no el “conócete a ti mismo”.
La esencia está en los dardos, pero solo en los que dan en el blanco. Sin acompañamiento crítico, sin publicaciones que eduquen y fomenten el espíritu teatral, podríamos abocarnos a una era estéril en materia de creación. Aún son muchos los jóvenes que desde las filas de la Asociación Hermanos Saíz se atreven con una obra dura, llena de escollos, pero el mañana podría plagarse de muchachos juguetones que bailan reguetón, sin que el pórtico del teatro les llame lo más mínimo. Piñera, siempre absurdo, no hubiese aguantado un ambiente así, por eso llevaba su discurso más allá de los límites, asumiendo quizá los espacios dejados por profesionales del criterio, así como por figuras y funcionarios que evadieran la deuda de los tiempos.
El arte es comprometido con la existencia real, se trata de un oráculo que no calla. Aunque mudo, siempre va a estar ahí, con o sin público, con o sin salas de exhibición. De hecho, quienes se inician en el teatro por lo general parten de una empírea empobrecida y rara vez logran salir de allí, aunque los acompañe el éxito. Cuando la obra termina, casi hasta parece que los actores se alimentan con el ruido de los aplausos, una nueva magia acaba de acontecer y nos queda a los espectadores el agradecimiento.
Y aunque la obra concluya y caiga el telón, habrá quien musite o piense que the show must go on, con o sin crítica que realce la historia reciente.
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