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sábado, 16 de noviembre de 2024

Combate del sonido y la furia

Teatro al fin, una obra es el azar al que le hemos puesto un sentido postizo...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 29/05/2019
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Teatro El Publico
Puesta en escena del Grupo El Público, de Carlos Díaz, “Entre nosotros todo va bien"

La vida es un cuento dicho por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada, como dijera el clásico de Shakespeare, pero más allá de eso, se trata de teatro, de la asunción del mundo de los espejos en un mundo que no quiere verse a sí mismo, de la renuncia al escapismo del consumo cultural que adormece. Las tablas fueron siempre un fenómeno de la periferia, que ocupó la centralidad como mérito propio y sin hacer concesiones, ya que en la misma era isabelina divertía e interesaba a plebeyos y miembros de la corte por igual, en un acto de igualamiento sin precedentes.

Esa luz cenital que nos alumbra, no solo atañe al momento en que comienza la obra sino a los tantos instantes que vivimos inmensos en una burbuja de la verdad, que amenaza con explotarnos en la cara. La gente sigue consumiendo teatro para la catarsis, como en tiempos de Esquilo, porque la realidad carece de resoluciones, de vistas dramáticas con alguna forma, de guiones donde el personaje se muestre de signo esférico.

Hoy podemos ver en La Habana, sobre todo el circuito de la calle Línea, un movimiento de vanguardia que contesta con furia y ruido a las venialidades de la vida. Una ficción que no deja de estar al corriente de lo que sucede allá afuera, luego de que termine la función. En una obra de hace años en la Sala Raquel Revuelta, un personaje se salía del escenario para indagar sobre la interioridad de un espectador, quien estaba sentado allí con tranquilidad porque alquilaba un auto antiguo, como taxi particular, cual método de sobrevivencia. “Este hombre piensa en el teatro” dijo el personaje y situó el conflicto en la centralidad de los debates más actuales.

Eso es el proceso del teatro, el diálogo con las verdades que algunos llaman incómodas pero que son el sonido y la furia que nos dan sentido, aunque no signifiquen nada. Desde esa periferia que no enriquece materialmente se hace el mejor teatro, el heredero de Virgilio Piñera, un ser que vivió sin concesiones y que por ser así pagó el precio de una cicuta silenciosa e injusta. O como la obra de un Samuel Becket, quien dimensionó la vida hasta su mínima expresión: unos labios en un escenario oscuro, donde todo lo demás es superfluo, pero con la furia de los grandes sonidos.

Fue el mismo Becket quien dictaminó la idiotez como esencia, en “Esperando a Godot”, pieza sin otra cosa que el contenido de la vida, sin afeites, con una simple parsimonia donde el sinsentido se hace patente y cobra dimensiones de grandeza. Hay, en el teatro cubano, cierta tendencia que va al impacto, y obvia esos procesos intelectivos propios de lo auténtico, que privilegia el decir “cosas duras” por encima de decir.

El intelecto es mucho más que el escándalo, aunque es en esencia la furia de Shakespeare, el sonido no versa sobre sonidos nada más y la nada está llena de contenidos. La metáfora teatral que acompaña los procesos creativos, apuesta por la libertad propositiva, que piense y genere consensos en torno a un escenario que puede partir del absurdo, pero debe llegar a alguna parte, aunque la espera se asemeje a Godot. El taxi particular que irrumpe como una verdad externa a la ficción, factura el cuento, y a la vez, esa real sospecha que nos invade deviene en el mejor y más esclarecedor teatro.

Consumir sigue siendo la máxima, no hay proceso sin finalidad, y la génesis dice mucho del Apocalipsis, separarnos de los públicos en aras de modas mundiales o darle a los espectadores TODO son dos polos a los que rehúye lo mejor de la creación. En la última puesta en escena del Grupo El Público, de Carlos Díaz, “Entre nosotros todo va bien” es una pieza dialógica que no hace concesiones locales y tiene los referentes discursivos indispensables para establecer ese puente entre lecturas de una y otra orilla.

La mujer aburrida que todo lo enseña, no está hecha para un tema de teatro, como tampoco esa otra que en su misterio ni siquiera enseña los labios dejados por Becket. Una apuesta atrevida ha sido el grupo El Ciervo Encantado, si bien su apego por el teatro gestual pudiera ser un hándicap en aras del acervo comunicativo en un entorno donde las poéticas privilegiadas han sido otras. Es bueno que se beba de otras tradiciones, pero mejor que la máxima traductor/traidor no se nos aplique, al menos no muy a menudo.

Que lo simbólico sea dramático, que lo elemental de una pieza, el sonido y la furia, llenen de contenido la nada que es la vida. Porque, teatro al fin, una obra es el azar al que le hemos puesto un sentido postizo. Shakespeare y el teatro isabelino nos dieron la pauta, al definir el éxito como “mucha mierda”, debido a las boñigas de los caballos acumuladas delante de los establecimientos teatrales.

No se trata de farándula, ya que el actor y el dramaturgo saben que ellos serán artistas, pero nunca del molde de la más pésima industria cultural, por lo que no devienen en santos de devoción de los círculos rastreros del “mundo cultural”. Hablamos de la porción intelectiva de crear, la que nos empodera y recuerda que la esencia es el carro alquilado, pero lleno de un sentido que vamos a buscar al arte.

En la era isabelina, un autor de la talla de Marlowe era considerado casi un bufón, ya que la función del intelectual nace con el tiempo y las pulsiones, con la liberación del hombre de aquellos sonidos que nos arrebatan la furia. Pero cuatro siglos después, un narrador como Faulkner titularía una pieza cumbre bajo el nombre de “El sonido y la furia”, en un tiempo en que el arte era ya por sí mismo, pero luchaba contra su pasado bufonesco y cortesano. Ese combate creativo y empoderador, es el proceso teatral.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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