miércoles, 1 de mayo de 2024

Carlos Enríquez a la sombra de un paisaje lunar

Cráteres, baches, huellas, una sombra, han sido insuficientes señales para quienes buscamos el trazo y el pincel, la ironía y el pensamiento del gran artista...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 30/09/2020
0 comentarios
Rapto de mulatas
"El rapto de las mulatas", obra del gran pintor remediano Carlos Enríquez.

La última vez que fui a Zulueta quedé impresionado por lo lúgubre del sitio: al contrario de las calles coloniales de Remedios, la población apareció ante mis ojos como un paisaje lunar, con calles con enormes baches, y baches que fueron algún día calles. En uno de los recorridos di con la vivienda donde nació el gran pintor Carlos Enríquez, hoy convertida en hogar de varias familias quienes, conscientes de la importancia del inmueble, han respetado la huella patrimonial. La sombra de lo que fuera aquel tiempo mágico se proyecta sobre el presente, recordándonos, a los que íbamos en aquella expedición, que nada, ni las pirámides de Egipto, es eterno.

Carlos Enríquez es remediano, en tanto nació en uno de los barrios tradicionales que circundan la ciudad más de cinco veces centenaria. Sin embargo, rastrear su legado entre los restos de una época ya ida resulta harto difícil. Una vecina de la zona de Zulueta me llevó aquella vez hasta un hierbazal en medio de la nada, donde según ella pintó el artista su inmortal obra El rapto de las mulatas. Cierto o no, se trataba de un paisaje típico, como los tantos que atraviesan los cuadros de este autor, a medio camino entre la cubanía y la vanguardia más exigente, el campo y la bohemia, la genialidad y el gaje del oficio que nos ofrece una belleza plástica inigualable. Los trazos de Carlos Enríquez son bellos, él es, como le oí decir a un artista contemporáneo, un “monstruo” de la misma estirpe de Romañach, Arche y Víctor Manuel.

Los temas que aparecen reflejados en la obra nos llevan hacia una moral que se tuerce en miles de caminos, para ser ultrajada mediante el pincel irreverente y el pensamiento que cuestiona. En El rapto de las mulatas, las mujeres no aparecen tristes, ni arrepentidas, ni con susto alguno, sino que se observa incluso una sonrisa leve, la complacencia en que el hombre se las lleve de un mundo casto, hacia los placeres de la carne que tanto hartaron en su vida cotidiana a Carlos Enríquez. Quizá el rapto no era tal, sino el preludio del encuentro entre los cuerpos, la raíz prohibida de una sexualidad pura, casi pornográfica, que desafiaba los demonios de la mojigatería.

Para Carlos Enríquez, pintor de Remedios, la ironía era la imagen por excelencia y la usaba como nadie en su época. Por ello, además de la belleza, hallamos, en el autor, profundidad de vida y pensamiento. En su pintura Los campesinos felices, el trazo se mueve con nerviosismo y dolor en torno a las figuras deshumanizadas de una familia famélica, postal que es el reverso de las tantas que han querido mentir sobre la miseria real de la clase más preterida de aquella república. Tan felices estaban los campesinos, como el ruido que uno imagina que proviene de sus barrigas vacías e hinchadas por los parásitos, tanto como el dolor que se siente al verlos con los ojos como huecos de un cadáver, mientras el título reza con cruda ironía: Los campesinos felices. No hay denuncia más completa ni manifiesto que hable más elocuente a favor de la vida, de los derechos, del progresismo y del futuro. Los colores que en otros paisajes mostraban la alegría de vivir, se tornan opacos, sobre lo grisáceo, y uno adivina que esos campesinos existieron en verdad, que casi posaban para el artista, mostrando lo único que poseían.

La grandeza no está en las exposiciones de París, las salas y la crítica más bien situada, sino incluso en la hierba y el barro del campo cubano, en una era olvidada, en un paraje aún más oscuro que los más hondos abismos. Carlos Enríquez iba hacia allí, lo podemos ver con su rostro sarcástico, el sombrero, los ojos vivos, que ya tienen en la mirada la próxima pintura. El paisaje lo habita, no le es necesario ir al encuentro de palmas, verdor y cielo abierto.

Vincent Van Gogh pintaba debajo del sol más duro, rodeado de las ondas vitales que hay en una obra que transpira lo voluble del autor, lo inestable, lo loco, todas esas palabras que suelen acompañar a los artistas. De la misma manera, no concebimos a Carlos Enríquez sin su residencia en el Hurón Azul, donde los saraos con los demás integrantes de la bohemia de la época hacían los horrores de la moral pacata, incapaz de darse cuenta de que para un hombre múltiple no existe un solo camino. No podemos imaginarnos al autor remediano, sin su vínculo sensual con el desnudo de la mujer, su exploración constante de las curvas y el habitarse en esa humedad, en la carne.

Hay una sonoridad de aguas en el que pinta, como las que rodean las tierras donde naciera, las mismas que corren por el río de la Bajada o las tantas pozas profundas de las cuales se dice que, quien entra, no logra salir. En tal sentido, Carlos Enríquez sí es remediano, porque logra habitar lo mítico, que es una de las condiciones de quienes nacen y crecen bajo los tañidos de las campanas de la Iglesia Mayor. Extraño que el pintor no dibujase una parranda, máxime cuando en su mismo pueblo, Zulueta, las fiestas rodean la personalidad del humano hasta desfigurarlo en una sonrisa.

Íbamos los de aquella expedición en busca de la semilla del pintor, y casi no la hallamos en aquel paisaje de cráteres, baches, calles. La vivienda apenas recuerda la grandeza sino que, como ilustre habitante, se muestra parca, humilde, pero locuaz en cuanto a un legado y un buen gusto que nadie negaría. Extrañamente, ni en Remedios ni en Zulueta hay ya originales de Carlos Enríquez. La sombra del artista pareciera muda, sin la luz, sin la paleta, en el performance de una vida que nadie pensó. Quisiéramos saber los sitios exactos, las huellas, el rastro del que fuera un genio.

La casona se aleja, es un espejismo que producen las ondas de luz, los colores en la tarde, vamos viendo cómo se pierden los contornos, se tambalean la imagen y los personajes. Los dueños de la vivienda nos dicen adiós.

Zulueta es un paisaje lunar, al que volveremos…


Compartir

Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


Deja tu comentario

Condición de protección de datos