Las primeras veces que me adentré en las estrechas calles de La Habana Vieja, tuve miedo. Uno es muy miedoso… e ingenuo. Con las turbulencias crecientes de los tiempos, la sensación quizás se alimenta, aunque resulta más probable que la costumbre la haga mutar y de pronto, de tanto andar las callejuelas de marras y recibir a sobreprecio hasta las sonrisas, de tanta espuela que la vida te pule, en vez de miedo sientas desesperanza y la desesperanza no es otra cosa, desde mi modesto punto, que un estatus sobredimensionado de la soledad.
Durante una de estas grisáceas tardes de invierno, tuve que salir en busca de medicamentos. Necesitar pastillas, de entrada, nunca es bueno y el acto de su captura, con aquello de «no, mi niño, están en falta», le da a la empresa un agregado de incertidumbre y molestia.
En efecto, en la farmacia que correspondía no encontré ninguno de los «antídotos» y la dependienta me dio algunas luces sobre posibles enclaves, donde quizás podría tener más suerte.
Justo antes de abandonar el sitio, la señora que hasta entonces esperaba turno preguntó quién tomaba una de las medicinas en casa. Le respondí y, con el rostro de quien intenta no parecer inmiscuida, comentó que tenía de esas, que había dejado de tomarlas y que, antes de que se vencieran en la gaveta, era mejor que las aprovechase algún necesitado.
–Te las regalo– dijo, al tiempo que la vendedora asentía y agregaba que dicho fármaco casi no entraba.
Las tardes de invierno en Belén son ruidosas. Desde los ventanales de la compañía de ballet español levita un adagio o sale disparado el percutir estridente del tacón en tabla. Los vendedores ambulantes pregonan y, casi al mismo tiempo, comparten cierto chisme con quien se acerca a comprar, que puede ser perfectamente el mismo de ayer o de mañana.
Triciclos edulcorados para el pasaje casi te «pisan» los talones antes de gritar «cuidado» o activar un claxon que pudo pertenecer en el pretérito lejano o reciente a cualquier medio de transporte. Las preguntas y los recados vuelan de extremo a extremo. Los perros «chinos» ladran y trotan con firmes pisadas que se escuchan y se sienten de tal forma, que dan la sensación de que te arañan el pecho. La carburación de los autos se entremezcla con el alarde juvenil ante el golpe seco de la frontenis que mancha y quiebra las paredes.
En medio de todo eso, en la farmacia, ella me dio su dirección y convidó a pasar «si quieres en un rato mismo». Explicó que iría un momento a la bodega y seguiría para la casa. Que el portón del edificio está abierto. Que subiera y llamase a Margarita, porque así se llama… como la flor.
Salí en busca de los otros centros dispensariales que la boticaria había recomendado. En el primero hallé uno de los medicamentos, en el segundo, nada. «Eso no lo hay».
En la Habana Vieja del «no lo hay»… hay de todo. Solo se ha de saber buscarlo, más que dónde, cómo. Con una tranquilidad espantosa, cualquiera se queja de lo dura que está la vida mientras te ofrece un limón pequeño sin una gota de zumo por cinco pesos o un nudo plástico de tubería por ochenta.
En la Habana Vieja los coleros y revendedores llaman a tu puerta y, cual si estuvieran «tirando un salve», ofertan a precio duplicado, o más, lo que en las tiendas «vuela». He visto carteles que ofrecen, literalmente, dónde caerse muerto y, tras cualquier puerta mal cerrada, asoman muestrarios de condones, íntimas, champú, caramelos, chocolates, velas… «La cosa está mala», insisten, como si uno acabara de llegar de otro planeta o no se enterase a cada paso.
Encontré el número del edificio, empujé el portón, subí y medio que grité el nombre. Margarita salió al instante. Sacó seis cajas y se afanó en hallar la fecha de vencimiento, como si en ello le fuese la honra. «Aquí dice 2021, mira. Yo las estaba tomando pero el médico me las quitó».
–No sé cómo agradecerle– atiné a decir y, después del «no hay de qué», bajé hacia la calle pensando en que si acaso a alguien se le perdiese la bondad, podría ir a recogerla en Obrapía, entre Aguacate y Compostela, Habana Vieja, La Habana, Cuba, justo donde una extraña me quitó de encima una tristísima carga de desesperanza o, mejor dicho, me hizo sospechar que no estoy solo.
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