En un Chevrolet medio destartalado. Pintado de un verde esmeralda gastado y rastros de rayones en toda su coraza. Reproductora encendida y la gran Celia Cruz a todo volumen. Va un flaco, también destartalado al que no pude verle los ojos, pues unas gafas de motorista lo cubrían.
La botella que cogí el 6 de marzo a las 11:57 de la mañana, en plena avenida de Cerro y Boyeros. No me la esperaba. Llevaba 10 minutos en la parada y estaba lista para pasarme de dos a tres horas más. Como todos los días.
Sin embargo, llegó el botero en su Chevrolet e inclinó el cuerpo hacia el costado para medio que ver a la gente y decirle al inspector: ‘’Azul, monte a uno de la cola que me lo llevo hasta La Lisa, gratis.
Juantorena no hubiese podido conmigo. Di un salto de la acera al carro y me acomodé en el vehículo dejando atrás a mis oponentes. Sí, así de dramático, porque otro señor intentaba también ser el afortunado de aquel día.
Pensaba en la suerte que había tenido. Qué chofer tan amable. ¿Lo haría de forma regular?
En mi vida había cogido una botella. Me faltaba osadía y mi mamá me contaba muchas historias donde terminabas en todas partes menos en tu destino.
Pero ese día no fue una botella fue uno de los azares de la vida. Y ahí estaba yo feliz de llegar pronto a casa y de no pagar los excesivos precios de una máquina. Oye, porque a uno se le va la vida en la espera de una guagua.
- Consulte además: Rostros de esperanza
El chofer parecía no padecer de ninguno de los avatares que actualmente viven cada uno de los cubanos. Se las ingeniaba para manejar y al mismo tiempo hacer sonar la bocina para saludar a cuanto taxista conocido se cruzará en su camino, recibir con un ‘’buenas tardes’’ a cada pasajero, despedirlo con un ‘’tenga buen día’’ y moverse como un reguilete mientras sonaba una salsa en todo el carro. Aquel hombre parecía vivir en otra Cuba.
En la parada de Jesús Menéndez, en Marianao, un muchacho hacía señas para detener al botero. Allí, una señora de unos sesenta y tantos años, o quizás más, muletas en mano y el rostro desvanecido, miraba a su reloj, mientras sufría del mismo mal de la espera en el cual estamos encasillados todos los cubanos.
-Móntese, mi doña.
-No, gracias. No tengo dinero.
-Le digo que se monte.
Con dificultad lo hizo y nombro a todos los santos y sus ancestros en agradecimiento.
El chofer la dejo en 124 y aguardo con paciencia el descenso de la señora hasta que estuvo seguro de que no se trastabillara bajando.
Aquel hombre, no solo atendió mi urgencia por llegar a casa. También recogió a otra señora que, por motivos obvios, lo necesitaba más que yo.
Todos los días no se veía algo así y menos en estos tiempos. Las personas han perdido las formas; el transporte, las carencias, los apagones han hecho a la gente menos empática. El chofer, me devolvía la fe.
-Señor, hace esto usted siempre.
-Antes sí, ya no tanto.
- ¿A qué se refiere?
-Bueno, que el combustible subió y tuve que aumentar el precio de los recorridos. Pero diario intento recoger a dos o tres personas para dormir tranquilo.
- ¿No puede dormir si no lo hace?
-No. Yo necesito poner mi cabeza en la almohada y sentirme bien conmigo mismo. No puedo cobrar menos, pero si ayudar a un par de personas.
Lo que estaba haciendo era un acto de amor por el mundo. Y lo raro era sentirme tan confusa por algo que debería asumir de normal. En qué momento las buenas acciones comenzaron a pagarse, como para yo sentirme tan anonadada con lo que hacía el botero.
-Déjeme en la que viene. ¿Cuál es su nombre?
-Wilson, el botero de Valle Grande…
Uno que lee
31/5/24 18:43
Una pluma de buen gusto. Gracias por la crónica.
Diego
31/5/24 16:36
Oye, ojalá toparme con Wilson
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