Desde hace unos años cuando se terminan las parrandas de Remedios, las fotografías y videos de los techos rotos llenan las redes sociales. La denuncia se hace evidente a partir de que resulta más fácil de visibilizar que antaño, pero el daño al patrimonio edificado es algo crónico que ha traído consecuencias a una de las plazas más hermosas del país, declarada Monumento Nacional. Ahora bien, en el campo de la cultura se dan conflictos entre las lógicas de entender el consumo y la participación y las categorías.
Es duro determinar qué proceso posee más prioridad, si una villa que funciona como un museo viviente y testimonio del crecimiento urbano en la isla o un fenómeno como las parrandas que, por su arraigo, extensión originalidad y génesis son Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Ambos extremos identitarios se superponen y entrechocan y crean una dinámica de batallas en cuanto a lo institucional y comunitario.
El patrimonio edificado está compuesto por todo el entramado de calles, casas familiares, instituciones de índole civil y religioso que ofrecen un panorama de lo que significa Remedios. Así, la única ciudad con dos iglesias católicas una frente a la otra posee otra peculiaridad: la de los cañones usados para su defensa que se han puesto bocabajo en las esquinas de la plaza. Un símbolo que evidencia aquel pasado y que nos recuerda de dónde venimos.
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Cuando se produjo la independencia nacional, se dejaron allí, como testimonio, como símbolo de una nueva normalidad en la política que se expresaba en la ausencia de armas coloniales, en la pertinencia por construir una modernidad que le hacia falta a la villa. Pero este año la premura en las carrozas, el fragor de esa guerra que es la parranda, dieron cuenta de los cañones, que quedaron tirados en la plaza y expuestos a la vista de todos. Nadie sabe por qué, ya que para arrancarlos del lecho de piedra y tierra se requiere de una gran fuerza. Lo cierto es que, unidos a las fotos del techo de la iglesia totalmente lleno de palenques y voladores, las ánimas de los cañones llenaron las pantallas de los celulares a través de las redes sociales y se generó un movimiento de conciencia y de crítica social en torno a lo que somos y lo que dejamos de ser.
Remedios posee ese esfuerzo interno de las poblaciones de antaño para siempre llevar su memoria a una defensa más y no permitir que decaiga. Las redes estallaron y varios intelectuales locales dieron su parecer sobre algo que rebasaba lo permisible. Quizás en otras partes del país hubiera cundido la indiferencia, pero el entramado cultural y su relación con la identidad abren paso en Remedios a movilizaciones. Se puede perder la electricidad o podrá escasear el alimento, pero a los lugareños no les faltará jamás el espíritu de parrandear o de amar lo suyo.
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Cuando se habla en la ciudad remediana sobre patrimonio se toca una fibra intensa que recorre las calles, cae en los cuerpos de las personas y llena las venas y los órganos internos hasta doler. El sentimiento es tan humano y referente a la cercanía más familiar, que tocar los adornos de las fachadas, levantar las piedras del pavimento, hacer intervenciones en los documentos que guarda el archivo, pueden ser elementos de gran conflicto.
Afortunadamente, la posmodernidad no ha logrado restarles importancia a los asuntos del pasado en una ciudad que se niega a avanzar y en ocasiones frena los procesos de cambio de las personas en el sentido del progreso. Para bien o para mal, esa identidad ha saltado a las redes sociales y los grupos de Facebook, creándose debates permanentes en torno a lo que somos, lo que soñamos y lo que fuimos. Temas que parecieran tan simples como los nidos de lechuzas en los campanarios llenan páginas enteras con anécdotas y mitos y allí se vive realmente la oralidad.
De mis conversaciones más entretenidas, están esas que se refieren a la era en que Remedios carecía de internet, de elementos externos y hasta de personas que salieran muy lejos de la urbe. La gente nacía, crecía y moría allí y de alguna forma eso generaba un cosmos, un cuarto cerrado en el cual todo sucedía. Más allá de lo oscuro que pueda ser un panorama así, había elementos de ingenuidad que eran disfrutables.
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Los entierros de los barrios en las parrandas, las familias divididas por la pertenencia a uno u otro barrio, los secretos guardados en las casas de trabajo donde se hacían las carrozas. Era tanto y tan variado aquel submundo que las personas que venían de afuera no tenían de otra que integrarse y comenzar a sentirse parte de San Salvador o del Carmen. Y como mismo ese patrimonio intangible enamora, lo hacen los edificios señoriales, ese aire de ciudad culta y llena de otrora esplendor. Todo ese efecto combinado nos cautiva y perpetúa en Remedios el deseo de permanecer.
Por ello, no se trata de simples cañones viejos, sino de piezas que, aunque hayamos perdido a través de la oralidad todo su historial, se inscriben en el alma de los que habitamos el espacio metafísico que es mucho mayor que los contornos de la plaza o que los edificios que ya no presentan un buen estado. Ese es el dolor que se siente cuando vemos desaparecer los muros o percibimos que en una esquina hubo algo que hoy es solo energía, presencia fantasmal o misterio. Ello explica la alaraca de los cañones, la bulla de las personas informadas o no, doctas o no, pero siempre remedianas, lugareñas, llenas de pasión.
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Cuando vino la brigada de uno de los barrios parranderos y con el oficio popular que los caracteriza reparó los cañones, la alegría fue mayor. El orgullo, la hazaña, no iban tanto en la complejidad del asunto, como en el gesto de que hemos sido capaces de seguir en la ciudad, de ejercerla como se hace algo lleno de tozudez y de aliento del más allá. Porque en Remedios hay siempre algo que vencer, aunque sea invisible, aunque anide en los rincones más malditos y mágicos. Esos cañones representan lo que somos, ahijados de piratas, hombres y mujeres llenos de valor, luchadores contra la adversidad y uno de los pueblos forjadores de Cuba.
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