Cuando estaba en cuarto año de mi primera carrera, la ingeniería en Riego y Drenaje, me tocó inaugurar la unidad docente en el complejo cañero Héctor Molina (San Nicolás de Bari, a 54 kilómetros de la capital), y sí, teníamos beca, pero esta reglana montaba cualquier tractor que la soltara en la autopista y en no más de dos horas ya estaba en casa.
Uno de esos regresos fue intempestivo: salí sin carné ni dinero, directo del surco y con el atuendo verdeolivo de recorrer los campos. En una alzadora llegué a la Ocho Vías (manejando yo misma, que a mis 20 años ningún guajiro me negaba el gusto) y enseguida cogí botella hasta Vía Blanca.
Para no importunar en una guagua con mi olor a montuna seguí a pie. Ya en la acera del puente sobre el río Martín Pérez intenté bordear con cuidado un enorme hueco, pero un joven que venía de frente aceleró el paso para cruzar primero y con toda arrogancia me empujó hacia el vacío. Para su sorpresa, me equilibré agarrándome de él y lo empujé hacia la calle, por donde transitaban un montón de carros.
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Ambos logramos dar un paso atrás y soltarnos sin caer. Él, furioso y asustado, yo divertida y expectante. Con la cara descompuesta sacó una chaveta de su bolsillo y me amenazó: “¡A que te pico!”, y con la misma rapidez saqué mi afilado cuchillo de pelar caña y respondí: “¡A que no!”.
Supongo que la escena sería bien kripy, porque del otro lado de la calle una señora empezó a gritar y varias personas llamaron al joven a la cordura. Un hombre mayor lo tomó por los hombros y lo obligó a cruzar la calzada mientras yo guardaba mi arma de golosa y vadeaba el hueco casi bailando, por la adrenalina del momento, y seguía como si nada.
Lo que me más indignó ese día fueron los gritos de la señora, injuriándome. Una mujer no se defiende, decía ella, y yo no tenía ganas de explicar mis razones para andar con un “arma” en la cintura por los cañaverales donde usualmente me movía, siempre sola y sin comer más que la dulce gramínea, o el poco entusiasmo que me inspiraba caer a un río sucio porque un tipo anduviera apurado.
Luego de eso me vi varias veces en circunstancias en las que la disposición a agredir era la mejor defensa, pero el sesgo de género es muy fuerte y la chaveta de los prejuicios cortó mi impulso: de implicar en la pelea al hombre que me acompañaba, ¿a dónde iba a parar la situación? Así que tragué en seco, aguanté vejaciones y acumulé experiencias para ser quien soy, como feminista y como madre.
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En lo personal soy partidaria de la no violencia (ahimsa, uno de los principios del yoga), pero hay confrontaciones no vadeables, y toca disuadir al contrario de su necedad, convencerlo de que su ego no despierta tu miedo, sino tu coraje, sobre todo si va la vida en ello.
A nivel de parejas pasa igual. La crianza patriarcal suele hacernos confundir gimnasia con magnesia, y si te haces la boba o la impresionable, algunos hombres sin recursos para gestionar conflictos acuden al golpe para imponer posición o deseo, o simplemente para aliviar su frustración.
Probablemente la madre o el padre les dieron en la infancia más de un cintazo, a modo de “correctivo”, y sembraron en ellos la violencia en lugar del diálogo, el desprecio en lugar del amor… y ya saben lo que pienso de la crianza a golpes: pereza o ignorancia, no hay otra razón.
“A las mujeres no se les pega”, les enseñamos a los chicos. “Las mujeres no se defienden”, es el tabú de contraparte, para garantizar que si ellos se ponen acéfalos una se comporte como se espera de nuestra condición no fálica, y acá paz y en el cielo equilibrio.
Así no va. Al menos no conmigo ni con muchas de mis amigas, lectoras y admiradas heroínas. Mi integridad la defiendo por las buenas y por las mejores. Agoto la seducción, la lógica, la presión legal, la mayéutica, la plegaria, las medidas preventivas, el distanciamiento…
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Pero cuando hace falta, cuando la vida me fuerza a ello, no tengo miedo de rugir y sacar las garras. Si alguien amenaza con picar mis sueños, cercenar mis alas, golpear a quienes amo, marcar mi cuerpo con su odio o su naufragio moral, me acuerdo de aquella tarde en el puente, y de inmediato replico a quien sea con todas mis experimentadas ganas: “¡¡¡A que no!!!”.
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