La recién concluida Cumbre de los Objetivos de Desarrollo Sostenible se selló con el compromiso de los líderes mundiales de enfocar sus políticas en pos de la sostenibilidad y la resiliencia. La cita, celebrada en la sede la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en Nueva York en el marco del Segmento de Alto Nivel de Debate de la Asamblea General, dejó como resultado una declaración en la que no solo se reconoce cuanto peligra el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) para el 2030, sino también la urgencia de apostar por inversiones que respondan a las necesidades globales.
El documento renueva la voluntad de las naciones con la acción inmediata y colectiva para construir un planeta sostenible y próspero. Y, a su vez, busca impulsar el financiamiento con el fin de promover, por ejemplo, el acceso a Internet para todos y la transición hacia las energías renovables.
Sin embargo, como tantos otros, el anuncio se ha recibido con cierta mezcla de desconfianza y apatía, pues no es la primera vez que los presidentes— sobre todo aquellos de los países más ricos— dejan en retórica sus supuestas intenciones de revertir el escenario internacional.
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Ya lo había dicho el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, durante la Cumbre del Grupo de los 77 y China celebrada en La Habana, el mundo, con el aumento del hambre y los precios, las guerras y las crisis climáticas, le está fallando a las naciones en desarrollo. Consecuencia directa de la permanencia de un sistema de relaciones económica y financiera dispar y dependiente, que funciona bajo la lógica del saqueo.
Las estadísticas causan espanto a día de hoy. De acuerdo con la ONU, hasta el 2022 el 9,2% de la población padecía hambre crónica, lo que equivale a unos 735 millones de personas; además, 45 millones de niños menores de 5 años sufrían emaciación mientras 148 millones padecían retraso de crecimiento y 37 millones tenían sobrepeso.
De mantenerse el ritmo actual, y por solo mencionar algunos elementos, alrededor de 660 millones de personas permanecerán sin acceso a la energía eléctrica y casi 2000 millones seguirán dependiendo de combustibles y tecnologías contaminantes para cocinar. Todo eso, sin hablar de los miles de millones que continúan sin acceso a agua potable o de los 300 años que se requerirían para acabar con el matrimonio infantil.
El “progreso” inherente a la globalización disfrazado de neocolonialismo y neoliberalismo caló desde hace décadas en el complejo entramado de las instituciones internacionales políticas y comerciales, diseñadas, encima, en un contexto sociohistórico bien diferente al actual.
De ahí que, cuando aparecen los primeros síntomas de una transición geopolítica que apunta, al menos por ahora, hacia un escenario multipolar, se antoja imprescindible la reforma de los organismos financieros y los bancos multilaterales de desarrollo como agentes claves para las inversiones a gran escala relacionadas con los ODS.
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La arquitectura financiera se halla lejos de contar con un diseño capaz de proveer las respuestas que necesitan los países en vías de desarrollo. Por eso su reforma inclusiva, un reclamo de larga data y que se corresponde con los principios de la Carta de las Naciones Unidas y del Derecho Internacional, supone un paso importante, aunque aún insuficiente.
Hablamos de desbloquear el potencial de todos los flujos financieros— privados y públicos, naciones e internacionales—para implementar los ODS y el Acuerdo de París sobre el cambio climático. La Agenda de Acción de Addis Abeba, adoptada en 2015, proporcionó una guía global que se basa en la combinación interdependiente de recursos financieros, de transferencia de tecnologías, desarrollo de capacidades, globalización y comercio inclusivo y equitativo; además de una integración regional y entorno propicio.
Pero también, como señaló el presidente Miguel Díaz-Canel Bermúdez en el Diálogo de alto nivel sobre la financiación para el desarrollo en nombre del G 77 y China, se necesitan acciones inmediatas para enfrentar la deuda externa que arrastra a la mayoría de las naciones en desarrollo hacia el abismo económico y una reforma al sistema de gobernanza actual de los organismos internacionales.
A fin de cuentas, no se trata de nada nuevo, solo de propuestas históricas manejadas con más o menos coherencia y atino a lo largo del tiempo que exigen, eso sí, cambios radicales de paradigmas.
Las ideas ya se han escrito y debatido, el balón vuelve a estar del lado de la voluntad política.
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