La información corrió de boca en boca, en voz baja, como si se tratara de un asunto de la mayor gravedad. Y lo era... Omara Durand no aparecía en las listas oficiales como ganadora de la prueba anterior en la pista.
Unos minutos antes había entrado primera en los 400 metros categoría T12 con esa exuberante distancia sobre los rivales, la misma de sus 13 medallas de oro en juegos parapanamericanos, la misma que no sorprende a nadie.
Omara tiene la fórmula del alquimista para convertir todo lo que corre en oro. Por eso sorprendía que no fuera ella la ganadora, tanto que el estupor invadió a los enterados como una pandemia del absurdo que contagiaba velozmente.
Pronto todos hablaban de la regla 7.9.5 y sus interpretaciones, esa que concierne a la asistencia a los atletas. Pasó de insignificante postulado del mamotreto al más aclamado y estudiado. Eso también lo genera Omara: noticias.
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Sucedieron reclamaciones más válidas para arropar a la campeona que para provocar en los oficiales un cambio en el fallo. El veredicto inapelable se llenó de adjetivos más grandes mientras más estrecho era el tramo en que se soltó Durand de su guía para entrar con los brazos abiertos a la meta y celebrar lo que nadie más consiguió en su categoría.
La noticia de la descalificación desmoronó a todos, pero más a ella, sin consuelo y el centro de la polémica y la decepción. "Siento una pena enorme con el pueblo de Cuba. La gente me sigue y espera mi carrera para disfrutarla", respondió sobre el suceso horas después, cuando debiera estar celebrando su cumpleaños.
Si se ausculta la firmeza de la decisión, si se rasga en la epidermis escorada de legalidad, se antojó cruel y exagerado el veredicto. Sin embargo, la justicia no está dada a valoraciones más que a hechos.
"Lo más triste de todo es que corrí, que me vieron, que la gente lo disfrutó y de repente dicen en las noticias que me descalificaron. Estoy muy sentida con eso", matiza inundada por la ciclotimia derivada de los acontecimientos.
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Llama la atención su responsabilidad porque no es egoísta, no la mueve la vanidad de la cifra, ni necesita la autocomplaciente estadística de una medalla porque tiene tantas que pudiera repartir: a Omara le duele su gente.
"El esfuerzo, los sacrificios y los resultados me han llevado a eso, sé lo que significo para el pueblo de Cuba, para mi familia, para el país. Todo el mundo confía en mí y de pronto sucede esto, no es lo mismo que me hayan ganado, que me haya llevado una arrancada, que haya pisado una raya, pero así no...", reclama todavía presa de la emoción y la angustia.
Luego se repone del abismo sentimental que la inunda porque entiende más que muchos de superación. «No puedo dejar esa imagen en los míos, esto va a pasar porque mi mayor empeño es llegar en la mejor forma al certamen mundial de Japón y luego a los Juegos Paralímpicos de París 2024. Le prometí a Yuniol y a Miriam, mi entrenadora, que eso nunca más sucedería. He sentido la tristeza más grande de toda mi carrera», dice con la vergüenza y ese coraje con que asume cualquier responsabilidad.
Las lágrimas de su guía y las de ella van a dejar de brotar. Sucederá en Japón y en París, cuando entre cargada a la meta con el honor del juego limpio, investida de dignidad y vergüenza.
Entonces sí podrá dedicarlo, como quería esta vez, al que dio en llamar "el hombre más grande del mundo terrestre", Fidel. Ese día en París, el último de su carrera, irá de la mano de Yuniol Kindelán hasta el final.
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