Siempre que iba a entrevistar a Dorvis me obligaba a mirar al cielo por nuestra diferencia de estatura, pero luego se iba encogiendo hasta ponerse casi a mi nivel porque su humildad y timidez lo hacían huir de las cámaras.
Salir en la tv no era lo suyo, me decía siempre. Donde en realidad se sentía cómodo era encima de la lomita tratando de dominar al contrario, regalando alegrías a los fanáticos del Labra, ayudando a mantener la mística de un equipito que suele desbancar a los grandes y del cual se convirtió en sostén, luciendo las cuatro letras sagradas de CUBA sobre el pecho, ayudando a todos los conjuntos que lo escogían como refuerzo a lograr sus metas y labrándose, con mucho esfuerzo y constancia, incluir su nombre en la historia del béisbol pinero y cubano.
Era un niño grande, cándido, siempre con una broma o una sonrisa a flor de labios, cargando a partes iguales la dureza de la vida con la ilusión de trastocarla en mejor, con su propio esfuerzo y talento. Era el tipo de atleta a quien nunca nadie le regaló ni le iba a regalar nada, y él lo sabía, y por eso trabajaba el doble.
Jamás se está preparado para perder a un ser querido, pero si es joven, con un futuro que empezaba a sonreírle, con un hijo por nacer, es un golpe demoledor, y el desamparo que nos deja, doble.
A sus 24 años, Dorvis se ganó la sobrevida. Gracias, muchacho... nunca te irás.
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