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domingo, 24 de noviembre de 2024

Cuando Enriquito se convirtió en Enrique

El inmenso Capitán de Capitanes Enriquito Díaz, vuelve a hacer historia en las Series Nacionales...

Rafael Arzuaga Junco en Exclusivo 09/03/2012
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Enriquito Díaz vuelve a hacer historia en las Series Nacionales

Borren la imagen del hombre compungido e inconsolable, del alma desolada, recogida de tristeza después de aquel error suyo en un juego que Industriales no podía, no quería perder… y perdió. Borren su nombre de la misma línea donde puede describirse un fracaso azul. Aparten las fotos de su íntima, solitaria celebración, tras destrozar un lanzamiento y mandar al home plate la carrera victoriosa en otro juego que Industriales no podía, no quería perder… y ganó. Aparten sus números de la misma línea donde puede describirse una corona de los Leones.

Arrinconen por unos minutos sus estafas, carreras anotadas y triples, las comparecencias y veces al bate, los partidos jugados y bases por bolas, sus corridos en las bases, el modo de deslizarse y empuñar el madero, su lealtad a Metropolitanos y las enormes estadísticas que les legó para sacarlos más de una vez de la miseria.

Arrinconen su única oportunidad total y absolutamente vestido de Cuba, contra los Orioles de Baltimore. Bórrenlo, apártenlo, aíslenlo de cualquier comparación.

Llegó el momento de fotografiar, filmar, colocar a Enrique Esteban Díaz Martínez ahí arriba a donde lo llevó el corazón, más que su sprint y sus batazos.

Y hay que hacerlo con el ánimo amontonado de alegría, hay que agradecerle por convertirse al cabo de 26 temporadas en el cubano con más hits en torneos domésticos, 2 357, 2 358 y sigue contando, uno de los liderazgos más importantes del juego.

Debe premiársele reverencia y distinción. ¿Que por qué? ¿Acaso se pregunta? La razón, sencilla es.

Enrique Díaz construyó —y construye— su hazaña de otra forma. La armó —y arma— usando técnicas y artes perdidas u olvidadas por otros. La erigió —y erige— prestando atención a tantos detalles que pocos lo notan. La edificó —y edifica— con una total indiferencia por el paso del tiempo.

Si para conquistar su ambición mayor necesitó 26 Series, invirtió en ello esfuerzos, privaciones, exigencias por 30 o más, nunca menos. Y el resultado es un póster diferente de cualquier otro, que publicita perseverancia, dedicación, tesón, sentido de pertenencia, espíritu de superación. El resultado es un palmarés distinto que distingue.

Así lo ven incluso hasta los más difíciles de seducir en materia de béisbol, así lo conocen, quieren y guardan incluso los más difíciles de complacer, los que solo aceptan lo mejor en asuntos de pelota.

El 7 de marzo de 2012, día en que rompe la marca de Antonio Pacheco, el mítico e inmenso Capitán de Capitanes, debería ser fecha de festividad y solemnidad en la pelota de Cuba, tendría que ser jornada de festividad y solemnidad en La Habana.

La gesta —y cada marca— del otrora segunda base de los Guerreros y ahora designados Escarlatas, es una obra maestra reflejo de sus valores, de los valores que se quieren en los deportistas, en cualquier ciudadano, los valores que arman a un joven, curten a un atleta, arraigan virtud en un hombre como no lo pueden hacer el ADN, el soma o las habilidades deportivas.

Su apuesta es realmente inspiradora, su carrera repugna a la pereza, disciplina el carácter, educa la vanidad, compensa la paciencia, tienta la audacia, y es movida por la fuerza de un talento estándar, minúsculo quizás, esculpido, entrenado, exigido a fondo hasta triplicar la potencia y alcanzar niveles vedados a otros. Un envite más noble que sus marcas.

Llega hasta aquí Enrique Díaz —y continúa— con esos viscerales combustibles. Lo hace, insisto, a toda potencia. Y falta hace que su combustión contamine, que cunda. Cuba lo necesita ahora más que no abundan referentes de esa categoría en la pelota, qué digo en la pelota, en el deporte todo.

Ya vimos, por más de un cuarto de siglo, talentos dilapidados, carreras venirse a tierra y motivaciones apagadas. Y a la par de esos vaivenes, con bajo perfil, imperceptible casi, sin reclamar atenciones, al margen de titulares, por un largo y tortuoso camino, se empinaron los escasos 1.75 metros de este hijo de La Habana, desde el 2 de septiembre de 1968, ya célebre en Cuba.

Esa es su credencial ilustre, no los millares de hits, ni las otras marcas cubanas registradas en su expediente. La determinación a ponerle todas las cartas al esfuerzo y al amor a su camiseta, la deferencia de resultar excepción en los tiempos que corren, el respeto por el juego y los aficionados, esa es su credencial ilustre. Una en la que aficionados y no podríamos mirarnos.

Conmino por ello a borrar todas las imágenes, a apartarlo de hazañas y horrores, a dejar de lado sus estadísticas, a pasar por alto sus modos de deslizarse y empuñar el madero, a olvidar que solo una vez se vistió con la casaca más grande, a borrarlo, apartarlo, aislarlo de cualquier comparación.

Llegó el momento de fotografiarlo, filmarlo, colocarlo ahí arriba a donde lo llevó la actitud, más que la aptitud, a donde lo catapultó el corazón, más que su sprint y batazos, yerros y proezas, a donde se arriba con mucho más que números, con mucho más.

Y hagámoslo, sí, con el ánimo amontonado de alegría. Al fin y al cabo mañana cada récord suyo podrá perecer, pero Enrique Esteban Díaz Martínez quedó ya para siempre en la pelota de Cuba.


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Rafael Arzuaga Junco


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