La ineficacia y la distorsión, tomadas de la mano, son sinónimos de final seguro para todo orden económico, político y social.
Si no hay respuestas adecuadas a las expectativas de la gente, y si nada de lo que se dice y anuncia en presumible sentido positivo llega a concretarse, no vale apostar un centavo por proyecto alguno.
De manera que no son la retórica repetitiva ni el imaginario o la transitoria fuerza de ciertos grupos de poder los que legitiman ni dan aire y continuidad a los procesos económicos, políticos y sociales. En todo caso constituyen fútiles elementos que, al final, caen por su propio e inútil peso.
Y algo de eso parece cobrar cada día más fuerza en contra del aparentemente invulnerable orden capitalista global, por cierto, ducho durante centurias en las artes de la fabricación de variantes para seguir su camino explotador, pero hoy con evidente vacío en sus arsenales pragmáticos.
La crisis económica que estalló entre las manos del gobierno del díscolo George W. Bush en 2008, y que no parece tener fin a cuatro años de su eclosión mundial, ha mostrado, en efecto, la orfandad de opciones del capitalismo para volver a reflotar, como solía ocurrir hasta el presente. A ello se suma la cada vez más amplia comprensión de que, bajo la batuta del capital, el mundo rueda hacia un huraco definitivo, acosado por las debacles financiera, productiva, militarista, humanitaria y ecológica, entre otras.
Mientras, los remedios no aparecen. En todo caso las recetas que, por ejemplo, la Unión Europea, aplica con total inefectividad a sus socios atarugados por insostenibles déficit financieros, no pasan de ser las mismas que acogotaron por poco más de dos decenios a América Latina, y que provienen de las más acérrimas concepciones neoliberales, a saber, crecientes recortes al gasto público, corte de las prestaciones sociales, empequeñecimiento del Estado y su influencia, y apoyo irrestricto a los grandes capitales como “salvavidas” inequívocos del sistema.
Por demás, la crisis general ha demostrado la carencia de fuerza y valores de las llamadas entidades integradoras capitalistas, como la propia Unión Europea, donde la solidaridad y la complementariedad están totalmente ausentes, y los países más ricos solo se interesan por salvar su particular parcela, no importa la suerte aciaga de sus restantes socios regionales.
De hecho, naciones como Grecia y España transitan etapas desastrosas, matizadas por un desempleo superior al 25 por ciento, mientras la recesión se expande por todo el Viejo Continente como un fantasma imposible de atajar.
Mientras, del otro lado del Atlántico, Estados Unidos no logra sustentarse a pie firme, carcomido por una brutal deuda externa, agobiantes déficit presupuestarios, una desocupación que toca ocho por ciento, y la condena de dejar de ser la primera potencia económica para el cercano 2016 a manos de China, que hoy es además el principal socio comercial de más de ciento veinte naciones del planeta, con lo que Washington perdió definitivamente su corona en ese escalón económico global.
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