La intervención militar de Estados Unidos en Siria, utilizando a Iraq como trampolín, ilustra los malabarismos de Barack Obama para consagrarse como un presidente guerrero, camuflado con el traje de paladín de la paz.
A lo largo del último siglo, precisamente desde 1914, cuando los viejos imperios europeos se enfrascaron en una cruenta guerra que culminó con el trazado de nuevas fronteras y el reparto de la rica y estratégica región de Oriente Medio, sucesivos inquilinos de la Casa Blanca recurrieron al travestismo político para justificar sus aventuras bélicas.
Engañosas consignas como la defensa de la seguridad internacional, los derechos humanos o la democratización de regímenes autoritarios, sirvieron de pantalla a Washington para abrirle paso a sus poderosas empresas petroleras y del complejo militar-industrial.
La reciente intervención en Siria ordenada por Obama tiene el presunto fin de castigar y eliminar al autotitulado Ejército Islámico de Iraq y Siria, calificado de sanguinaria organización terrorista, formada por extremistas musulmanes sunitas, que se proponen establecer un califato en un vasto territorio de ambas naciones, desconociendo las fronteras establecidas.
Sin embargo, es preciso recordar que, desde marzo de 2011, la diplomacia norteamericana, sus servicios de inteligencia y la gran prensa a su servicio desencadenaron una campaña de descrédito del gobierno de Bachar el Assad, para promover su destitución, por la supuesta represión de protestas públicas que nunca fueron documentadas.
Washington decidió aprovechar la atmósfera de sublevación contra regímenes considerados corruptos y dictatoriales, como los de Túnez y Egipto, para fomentar el derrocamiento de los gobiernos de Libia, Siria e Irán, opuestos a la hegemonía norteamericano-israelí en la región.
La lección de la guerra desatada por Estados Unidos y sus aliados de la OTAN contra el gobierno de Moammar Khadafi en Libia, país destruido y sumido en la anarquía, quedó bien grabada en Siria, donde la unidad nacional y la autoridad de su ejército y gobierno frustraron hasta ahora los planes de la Casa Blanca.
El masivo apoyo financiero, militar, logístico y propagandístico ofrecido a una escuálida oposición siria radicada en el exterior apenas sirvió para que la democratización cediera su lugar a la guerra santa contra el gobierno de Assad, emprendida por terroristas extremistas armados y nutridos por Arabia Saudita, Qatar y otros regímenes autocráticos del Golfo, enemigos de Damasco por su alianza con Irán.
En la práctica, Washington incentivó el auge de un poderoso ejército antisirio, fortalecido por más de 20 000 inescrupulosos mercenarios occidentales, bien pagados y entrenados para matar, violar y saquear en nombre de un falso Islam fundamentalista, que terminaría por servir de pretexto para su actual intervención.
Toda la habilidad de Hollywood en la búsqueda fácil de ganancias mediante el remake o nueva versión de viejas películas taquilleras acaba de ser puesto en juego por Washington para el lanzamiento de la guerra de Obama en Siria.
Al cabo de tres años y medio de guerra encubierta, después de que Bachar al Assad emprendiera reformas reclamadas por la oposición política interna, y tras ser reelecto con más del 86 por ciento de la votación en los primeros comicios pluripartidistas del país; incluso después de acceder a la destrucción de todo su arsenal químico, su mayor disuasivo frente al armamento nuclear israelí, Obama decidió desplegar el sofisticado poderío bélico norteamericano para conquistar Damasco, pero en compañía de una coalición internacional espuria, sobre todo árabe, que le conceda una discutible legitimidad. Ante todo, hay que preservar la honorabilidad del presidente distinguido con el Nobel de la Paz.
Ningún mejor pretexto que el degollamiento de dos estadounidenses y un británico, filmado convenientemente por los terroristas y difundido por canales de video y redes sociales en Internet, disponible sin restricciones al servicio del autotitulado Estado Islámico.
A partir de ahí se puso en marcha todo el aparato de manipulación de la opinión pública norteamericana e internacional, para que la víspera del aniversario de los conmovedores ataques del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas de Nueva York el presidente anunciara la decisión de relanzar la nueva versión de Guerra con el Terrorismo, un remake de la aventura bélica protagonizada por George W. Bush contra Iraq en 2003.
El estreno, en millones de salas de hogares estadounidenses y del mundo, ocurriría en la madrugada del martes 23 de septiembre, un día antes de la comparecencia de Obama ante el plenario de Naciones Unidas en Nueva York.
En la propia ocasión en la que Estados Unidos asumiría la presidencia del Consejo de Seguridad de la ONU, Obama dejaría en el aire un sentimiento de mayor peligro para toda la humanidad.
En total, 160 bombas y proyectiles, entre ellos 47 misiles de crucero, que vuelan a ras de tierra y se suelen guiar por GPS, lanzados desde un navío en el Golfo Pérsico y otro en el Mar Rojo cayeron sobre 14 presuntas bases y centros de operaciones del Estado Islámico (IS, según sus siglas en inglés) en Siria.
Además de Estados Unidos, en el bombardeo participó la aviación de Arabia Saudita, Jordania, Bahrein y Emiratos Árabes Unidos, así como la infraestructura logística de Qatar, cinco países gobernados por monarquías islámicas, una coalición de aliados árabes que según Obama muestra que no está solo.
Lejos de sembrar tranquilidad, su discurso dejó abiertas numerosas interrogantes sobre los días que aguardan al pueblo sirio, sujeto a bombardeos sin previo aviso ni coordinación con su gobierno, en abierta violación de su soberanía e integridad territorial.
Por el contrario, sin el menor recato, el gobierno estadounidense destinará 500 millones de dólares para reclutar y armar un ejército de cinco mil supuestos “opositores moderados sirios”, que serán entrenados en territorio saudita y enviados a Siria para ocupar las posiciones de los terroristas del Estado Islámico y derribar al gobierno de al Assad.
En una peligrosa maniobra, Obama se erige en juez universal para determinar el gobierno más conveniente a Iraq o Siria, por encima de la legalidad internacional, en total irrespeto hacia quienes lo honraron con el Nobel de la Paz.
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