Luego de secuestrar semanas atrás a doscientas escolares, a muchas de las cuales sometieron sexualmente y han vendido como esclavas, los extremistas de la organización armada nigeriana Boko Haram repitieron este junio una “hazaña” semejante y se apoderaron de otras sesenta alumnas.
La consigna de este grupo terrorista islámico, emparentado con Al Qaeda, es simple y rotunda: no hay futuro posible si no se asumen con desenfrenado fanatismo las enseñanzas del Corán.
Y no son los únicos crímenes de Boko Haram por estos días. El pasado día 25, los extremistas dinamitaron un concurrido centro comercial en Abuja, la capital del país, con un saldo de más de dos decenas de personas virtualmente despedazadas y un elevado número de heridos.
Poco antes, y aprovechando la celebración en Brasil del Mundial de Fútbol 2014, los fundamentalistas volaron un local de la ciudad de Damaturu donde se reunían aficionados para seguir el magno evento deportivo global, atentado que costó la vida a no menos de quince civiles.
Desde luego, ciertas fuentes de prensa gustan explicar semejante barbarie a partir de “irreconciliables diferencias tribales y religiosas” en una nación, la más poblada de África, donde viven más de quinientas etnias diferentes, sin abundar, desde luego, en que las ancestrales divisiones sectarias no dejaron nunca de ser alimentadas por los colonialistas y neocolonialistas, para azuzar a unos naturales contra otros y mantener intacto el poder dominante externo.
Pero lo cierto es que el terrorismo desbocado de hoy tiene además otras raíces que –no por casualidad- también involucran a las mismas fuerzas que antaño se enseñorearon en África.
Despierta la suspicacia que ahora mismo, en diferentes escenarios geográficos, los yihadistas y extremistas, llámense Boko Haram, Estado Islámico de Iraq y el Levante, Al Nusra, o la mismísima Al Qaeda “químicamente pura”, estén involucrados al unísono en disímiles ofensivas militares con el objeto de imponer la sharia y los titulados “califatos islámicos” en una parte tan significativa del orbe.
Y la aprensión se hace mayor cuando todos tenemos tan frescos los rótulos de “guerra global contra el terrorismo”, que impulsaron e impulsan a Washington y a sus aliados de Occidente a agredir a diestra y siniestra a quienes resulten incómodos en la concreción de sus apetencias hegemónicas.
De manera que cómo explicar entonces que, aún con la proclamada “maldición” de los poderosos, los terroristas sigan actuando abiertamente donde les venga en ganas.
Y la lógica nos muestra entonces que, o los súper luchadores contra el terrorismo son unos incompetentes, o sencillamente su titulada “guerra universal” es puro cuento oportunista y solo se materializa cuando circunstancialmente la alianza con los extremistas islámicos se torna inconveniente.
Y no es nada nuevo. Baste revisar los episodios en Afganistán en las últimas décadas del pasado siglo, cuando Al Qaeda, Osama Bin Laden y los talibanes eran los héroes del momento para los círculos norteamericanos de poder en el empeño injerencista por derrocar a las autoridades de izquierda de Kabul y desgastar militarmente al ejército soviético que acudió en su apoyo.
De manera que hoy, si los yihadistas pueden avanzar sobre Bagdad o poner en jaque a Nigeria, es, entre otras cosas, porque en Libia, Siria y otros puntos geográficos sensibles, el renacido maridaje con Washington y sus restantes aliados occidentales, el sionismo y los regímenes árabes de derecha, le han insuflado suficiente apoyo y asistencia como para aspirar otra vez a hacer realidad su universo de regímenes “puros e intransigentes seguidores del Corán”, a fuerza del secuestro de escolares, las crucifixiones, las decapitaciones, las ejecuciones sumarias masivas, y las bombas destinadas a barrer de “infieles y renegados” a los territorios bajo su mira.
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