La concentración de millares de personas en la plaza de El Zócalo, la mayor de la capital mexicana, una acción sin precedentes en la sociedad contemporánea en las últimas décadas, avisa a las autoridades federales que el país seguirá en pie de lucha hasta que se esclarezca el destino de los 43 jóvenes desaparecidos en Iguala, Guerrero, y trace pautas —lo que parece imposible— para acabar con la impunidad y la violencia de los políticos y los grupos criminales.
En el día de la celebración por el aniversario 104 de la Revolución Mexicana —el gobierno suspendió los actos previstos en el país— la sociedad mexicana exigió a las autoridades federales la presencia con vida de los muchachos desaparecidos durante una acción conjunta de la Alcaldía, la policía municipal, y el grupo criminal Guerreros Unidos.
Tres caravanas con los padres y normalistas partieron de igual número de localidades en el interior de México hasta desembocar en El Zócalo, donde estuvieron acompañados por una multitud de estudiantes de distintos niveles, sindicalistas, campesinos, indígenas y personas que, como rezaba una de las pancartas “Me encapucho porque si no me desaparecen”.
El simbólico cartel patentiza el grado de terror en que viven la mayoría de los ciudadanos mexicanos que, tal como indican sus activas movilizaciones, están saliendo del letargo provocado por los medios de comunicación masiva de ese país que obvian lo que ocurre en las profundidades de los Estados donde las autoridades actúan en complicidad —forzados o no— con las mafias organizadas en esos territorios.
Los 43 estudiantes de Ayotzinapa fueron raptados el pasado 26 de septiembre luego de que el ómnibus en que viajaban a la localidad de Iguala fue tiroteado por la policía. Tres alumnos normalistas murieron en el acto junto a otros tres pasajeros sin relación con los muchachos. De inmediato la policía de Iguala los capturó y entregó a los sicarios del grupo mafioso Guerreros Unidos que, todo indica trabajan de conjunto con el Alcalde Municipal, José Luis Abarca, preso ahora como chivo expiatorio del entramado criminal de ese territorio.
La concentración ocurrió luego de que, hasta el momento, las autoridades federales no tienen respuesta para la desaparición, que se une a la de otros millares de mexicanos encontrados luego en fosas comunes, sin identificación conocida, y sin que se conozca cómo fueron a parar a las tenebrosas manos de los narcotraficantes.
Para el presidente Enrique Peña Nieto, quien ya se reunió con los familiares sin resultado positivo alguno y que condenó la violencia de los manifestantes, el caso de Iguala es una piedra en el zapato, pues por primera vez la sociedad se expresa sobre un antiguo fenómeno cotidiano en México y exige justicia, una palabra que parece olvidada en el diccionario político de las autoridades federales, pues este no es el primer caso de desaparición y asesinato, ni tampoco será el último.
“No vamos a descansar hasta encontrar a los muchachos o hasta que nos los entreguen”, advirtió al gobierno Felipe de la Cruz, padre de un normalista sobreviviente, quien, como el resto de los parientes afectados, insiste en que devuelvan vivos a sus hijos, lo cual parece bastante improbable luego de más de un mes del rapto. “Estamos seguros, refirió, de que saben dónde están. Tenemos la esperanza e ilusión de verlos”.
Lo que resulta realmente alarmante para la movilizada sociedad mexicana es el silencio cómplice de los altos dirigentes de la nación —desde la Fiscalía y la Procuraduría General hasta el Mandatario— con los sucesos de Iguala, aunque podrían mencionarse muchos más. A raíz de la denuncia sobre la situación en Guerrero, han sido encontradas decenas de tumbas comunes con restos humanos, entre ellos los de un sacerdote ugandés también desaparecido.
No podía ser de otra manera, según indican analistas, puesto que México es el mayor corredor de la droga hacia Estados Unidos, el más grande consumidor mundial de estupefacientes. El millonario negocio del narcotráfico engrosa los bolsillos de una cadena de maleantes que van desde los políticos que permiten el trasiego en su territorio hasta las llamadas mulas que transportan el nocivo material, todos aplastados por los llamados Zares de la droga, identificados en siete familias mexicanas y sus derivaciones estaduales.
Lo cotidiano ha tomado matices extraordinarios en México. Por primera vez el caso de un pequeño y empobrecido pueblo del sur mexicano trasciende incluso las fronteras nacionales, pues ayer se movilizaron en paralelo 22 naciones para apoyar la acción en El Zócalo en una denominada Acción Global por Ayotzinapa.
En un escenario montado en El Zócalo decenas de personas denunciaron sus tristezas, pero con un mensaje claro al gobierno para que acabe con la impunidad, entre ellos Ezequiel Mondragón, denunciante de la muerte de su hijo Ismael, muerto a manos de un cirujano maxilofacial, que lo mató al partirle el cráneo, en un crimen hasta ahora sin castigo.
Cada una de las intervenciones forma parte de la indignación de un pueblo que exige justicia por lo que catalogaron de delitos de Estado. En El Zócalo también hubo palabras de enojo contra la administración que nunca sancionó a los médicos causantes de la tragedia de la guardería ABC, en 2011, donde murieron 49 pequeños y otros 76 heridos a causa de los maltratos de los galenos.
Ello demostró que la situación en Iguala es una más en el universo de victimización del pueblo mexicano y la indiferencia de quienes fueron elegidos en las urnas para protegerlo, cuando en la práctica, y así lo indican los hechos, ocurre lo contrario.
Lo sucedido en El Zócalo anoche no es el fin de la movilización popular por la justicia en Iguala. Es apenas el comienzo de otras marchas y paros de la clase obrera junto a familiares, maestros y estudiantes para tratar de remover las estructuraras gubernamentales. Algo que parece imposible para un Estado maniatado por fuerzas delictivas poderosas y multimillonarias, hasta ahora intocables.
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