Según se ha anunciado, estamos a las puertas del juicio político contra el presidente Donald Trump por el escándalo ucraniano y el intento de obstrucción a las investigaciones del legislativo norteamericano sobre el asunto.
Y es muy bueno y plausible eso de poder cuestionar y remover a un servidor público de primer rango que abuse de los poderes de los que está investido, haga mal uso de ellos, y mienta y defraude a quienes le eligieron y le entregaron su confianza…desde luego, siempre que la ley se aplique con honestidad, transparencia y decencia, algo que hasta ahora no caracteriza precisamente a la mayoría de tales procesos puestos en marcha en la historia de la jurisprudencia anglosajona.
Porque precisamente la figura del impeachment, según varias fuentes, es característica casi exclusiva de las jurisdicciones británica y estadounidense (ligada esta última a la herencia colonial de Londres en el entramado legal de las ex Trece Colonias luego de su independencia).
De hecho, el impeachment fue establecido en el siglo XV en Gran Bretaña para poder juzgar a funcionarios de la Corona y tuvo aplicación entonces en algunos casos, pero, según los registros, desde 1806 hasta nuestros días jamás volvió a instrumentarse en territorio del imperio.
En los Estados Unidos, los fundadores de la Unión transcribieron a pie juntillas el procedimiento de la ley británica, y fue el recién estrenado poder legislativo bicameral el responsabilizado con el procedimiento.
Y en la “heredera” del Nuevo Mundo la historia en el “uso” del juicio político no obvió las constreñidas y controvertidas características con la que ha operado hasta hoy.
De hecho, desde la aprobación, el 17 de septiembre de 1787, de la Constitución norteamericana, el impeachment solo se ha invocado en los Estados Unidos en tres ocasiones antes del caso de Donald Trump y, al decir de analistas, todas fuertemente marcadas por la rivalidad política más allá del presunto interés primordial de pasar cuenta a los desmanes y faltas de los personajes sometidos a cuestionamiento.
El primer caso fue el del presidente demócrata Adrew Johnson, llevado a juicio legislativo en 1868 por los sectores republicanos, que le atribuyeron inclinaciones favorables a los intereses sureños luego de la Guerra de Secesión, y oposición a proyectos de leyes favorables a los derechos civiles. El proceso terminó sin sanciones por la acción de los legisladores de su partido.
En l974, el republicano Richard Nixon, responsable del escándalo Watergate relativo al espionaje contra la sede del Partido Demócrata en el edificio de ese nombre, también enfrentó los inicios de un proceso de impeachment, que se truncó con su renuncia al cargo antes de los debates.
El tercer caso, que también concluyó sin condena por intermedio de la votación de los legisladores demócratas, involucró al mandatario Bill Clinton entre los años 1998 y 1990, por comportamiento impropio debido a sus relaciones íntimas con la becaria de la Casa Blanca Mónica Lewinsky, además de perjurio, abuso de poder y obstrucción de la justicia.
Ahora, tres decenios después, toca el turno al magnate inmobiliario Donald Trump, quien instrumentó una operación de chantaje contra el gobierno de Ucrania para perjudicar al aspirante demócrata a la presidencia Joe Biden, y enfrenta también el cargo de interponer dilaciones y obstáculos a las investigaciones en su contra.
Y como en todas sus versiones precedentes, la rivalidad entre los dos partidos que comparten el poder en la primera potencia capitalista, vuelven a sobresalir sobre la “vocación de justicia” que se supone debe ser el primer interés en una impugnación de estas características.
Y si alguien duda de estas tergiversaciones y del retorcido escenario tejido alrededor del tema, basta apuntar que en la propia presentación oficial de los “fiscales” que actuarán en el caso, miembros de la mayoría republicana en el Congreso indicaron que, por encima del reclamo retórico de ser “justos e imparciales”, defenderán a brazo partido a Trump, al que califican como una figura “impecable” y “víctima de la envidia y el acoso de los demócratas.”
En pocas palabras, la vuelta al “circo” repetido por centurias bajo la oportunista apariencia de “poderes legislativos celosos guardianes de los intereses públicos”, y que seguramente será por estos días uno de los más vistos “reality show” de los últimos tiempos.
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