Es relativamente fácil decir que las bombas caídas hace poco sobre Gaza suenan como campanas que también doblan por nosotros. Tenemos cierta desembozada afición por estas declaraciones.
La muerte de cualquier hombre nos disminuye porque —según aseguró el poeta inglés John Donne hace 400 años— ningún hombre es una isla. Ok, pero veamos a dónde nos lleva esto.
Por lo común, esto nos lleva directamente a un humanismo universalista y declarativo que, claro, resulta muy loable. Es decir, afirmo que me laceran, que me afligen las bombas que caen sobre los palestinos, y todos quedamos bien. Después seguimos viviendo, sin tomar demasiada nota del asunto. Porque en realidad las bombas no caen sobre muestras cabezas. La cosa, al fin y al cabo habremos de admitirlo, también es así: no estamos tan conectados como creía Donne, y un hombre —un niño, una mujer, un anciano— sí es de alguna manera una isla cuando sobre su existencia llueven obuses. En cierto instante fulgurante y atroz, ese hombre es un islote perdido en el mar, donde la estupidez y la cobardía confluyen para ratificar, por enésima vez en la historia de la humanidad, que son altamente letales.
La frase de Donne es un sofisma, o sea, un verdad con minúsculas que puede tener por el envés otra verdad de igual peso y consistencia. De tal manera, uno resulta ser un fragmento del mundo, un todo con el universo; pero también una isla aparte, una galaxia irreductible a otra galaxia. Es las dos cosas a la vez.
Precisamente es la distancia, esa relativa desconexión con los destinos palestino e israelí, lo que pudiera permitirnos ver mejor y sacar conclusiones, y saber al fin por qué esas campanas doblan insistentemente por nosotros.
¿Por qué, más allá de sentimientos como la vergüenza, el dolor, la compasión o el esnobismo, detener la vista en aquel conflicto?
Hablemos entonces de un hombre y de un concepto. Cuando bombardean Gaza uno recuerda pronto a Edward Said (la gente se acuerda de Santa Bárbara cuando truena), uno de los intelectuales más lúcidos del siglo XX, un profesor insigne de Occidente, un palestino fiel —aunque afincado en Estados Unidos— y activista incesante a favor de la causa de su pueblo. Said (1935-2003) tuvo en vida una posición privilegiada, de cercana lejanía o viceversa, con respecto a aquel conflicto. Él podía entrar y salir, con soltura, del mundo occidental y del mundo árabe porque pertenecía a ambos.
La perspectiva de Said es una límpida campanada en medio de la confusión.
A lo largo de seis conferencias del denominado ciclo Reith de la BBC, Said analizó en 1993 diversas representaciones del intelectual —según Gramsci o Benda o los personajes de Turgueniev, Flaubert y Joyce— y defendió con fervor la suya, la que creyó más justa y pertinente ante la amenaza de las múltiples entidades corporativas modernas (la Iglesia y las religiones, los fundamentalismos, el estado-nación, los gobiernos, los partidos, las empresas…) que pretenden hacer de los pensadores meros instrumentos, sacerdotes de sus intereses. Postuló la figura del intelectual laico.
Es decir, aquella persona que mira o insiste en mirar el mundo, armada con la mayor cuota de independencia posible, desde el compromiso con su propia libertad de conciencia. Según lo entiendo yo, desde la doble dimensión del amor y el distanciamiento —el escepticismo— crítico. Desde la duda y la fe, sobre todo, en el camino de la duda.
“…Esos dioses que siempre defraudan, al final exigen del intelectual una especie de certeza absoluta y una visión total e inconsútil de la realidad que únicamente reconoce a discípulos y enemigos…”.// “…estoy contra la conversión (de quienes dan “impulsivamente un bandazo”) y la fe en un dios político, del tipo que sea…”.// “…lo importante es para el intelectual el compromiso apasionado, el riesgo, la exposición, la entrega a determinados principios, la vulnerabilidad para debatir y dejarse implicar en las causas mundanas…”.// “…lo que me parece mucho más interesante es la pregunta acerca de cómo conservar un espacio en la mente, abierta para la duda y para una medida de ironía atenta y escéptica (preferiblemente también autoironía)”.// “…El aspecto más duro de la existencia de un intelectual es representar lo que profesas a través de tu trabajo y tus intervenciones, sin convertirte en una institución o en una especie de autómata que actúa a instancias de un sistema o método (…). Pero la única manera de conseguirlo siempre es no olvidar que, como intelectual, eres tú quien tiene que escoger entre representar activamente la verdad de la mejor manera posible y permitir pasivamente que te dirijan, un amo o una autoridad. Para el intelectual laico, esos dioses siempre defraudan”// (Representaciones del intelectual, Debate, 2007).
Said invita a observar las cosas de modo complejo y a abandonar militancias trasnochadas; a asumir una actitud ética no inducida por la propaganda, los discursos políticos o los libros sagrados: resolver a voluntad, por ejemplo, que la muerte del prójimo te disminuye; que la xenofobia, el racismo, la preterición de la mujer, la dictadura heterosexual, la intolerancia religiosa, la explotación del hombre por el hombre te disminuyen… Decidir todo esto no porque constituya una verdad revelada —a fin de cuentas lo contrario ha sido ley natural para muchos a lo largo de generaciones—, sino porque tú has decidido que lo sea. Porque has escogido en cada caso que sea tu verdad.
Llegados a este punto, y echando un nuevo vistazo a la cuestión en Oriente Medio, veremos que el Estado de Israel cometió recientemente un genocidio, pero que esto no debe llevarnos al antisemitismo porque obviamente no todos los judíos son antiárabes ni se han fumado el enorme porro fundamentalista del sionismo, y muchos quisieran o aceptarían convivir en una región que les pertenece por igual a ambos pueblos. Veremos que las potencias occidentales consienten los crímenes del ejército israelí por razones pragmáticas de índole económica o geopolítica, o porque simbólica y emputecidamente creen pagar así siglos de represión —holocausto incluido— contra los hebreos o porque quieren asegurarse de que “el pueblo elegido” no se dará vuelta y regresará… Veremos que es también horrible el extremismo islámico, pero entenderemos que es consecuencia de empujar constantemente hacia los límites al ser humano.
Veremos entonces que el sionismo, tal como lo encontramos hoy, fue a su vez un resultado extremo del éxodo traumático y plagado de injusticias que sufrieron millones de hombres. Y veremos además que nada de lo anterior justifica la muerte de un solo palestino o de un solo israelí. Veremos que una paz sostenible y justa se hace cada vez más ardua y lejana porque las cosas con el tiempo y con el matronazgo de la muerte van enconándose. Y veremos, sin embargo, que no se puede renunciar al sueño la paz.
El palestino Said creó en 1999, junto a su amigo el músico argentino-israelí Daniel Baremboim —ambos ganaron en 2002 el Príncipe de Asturias de la Concordia— la Orquesta Diván Este-Oeste, un proyecto ejemplar en el cual se unen el talento de jóvenes árabes y hebreos. Una Utopía. Otra campanada. Una isla musical en medio del caos que trasmiten las televisoras.
Leyendo a Said uno se obsesiona con el conflicto israelo-palestino. Después ve los noticiarios y uno hace su mejor intento para comprender las cosas a cabalidad, y si no lo logra del todo quizá sea porque está escuchando estas campanas y pensando en otra isla (una isla del Caribe que somos muchos hombres y mujeres, viejo Donne) y en sus intelectuales, y en esta hora tan necesitada de entendederas laicas para encarar nuestros conflictos.
juan
3/4/21 20:49
Si citara menos a otros y se citara más a sí mismo, fuera mejor.
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