La humanidad vive sobre la cuerda floja de los riesgos mortales. Guerras, hambre generalizada, depauperación medioambiental y humana, arsenales atómicos al tope, y la muchas veces silenciada acumulación de desechos nucleares en el Tercer Mundo, y con harta preferencia en África.
Al fin y al cabo, si los colonialistas hicieron de aquella parte del mundo una vital abastecedora de esclavos, a los actuales amos, herederos de los viejos imperios de siglos pasados, bien poco les importan ahora los “ciudadanos libres” de las inestables y empobrecidas repúblicas. Lo que persiguen son los recursos naturales esenciales agotados en sus “tierras civilizadas” y, de paso, llenar los forzados socavones con los peores sobrantes de los poderosos.
Ese es el ciclo que desde hace decenios enfrentan numerosas naciones africanas, que acumulan en sus suelos y mares las miles de toneladas de los nocivos desechos atómicos que la industria armamentista y energética de las metrópolis procura depositar fuera de sus límites geográficos.
Y hasta es mejor, deducen los contaminadores, porque según ellos, las impuestas ignorancia y falta de información impiden que en África se reproduzcan las protestas que no pocas veces se han generado en el Primer Mundo ante el trasiego de ferrocarriles y caravanas de camiones cargados de uranio o plutonio sobrantes.
Así, según datos aparecidos en varios sitios digitales, “en la pasada década de los 80 numerosos estados industrializados ofrecieron dinero a los gobiernos de los países empobrecidos por asumir el almacenamiento de basura nuclear, preferentemente en África. Entre los estados “escogidos” entonces para este fin estaban, además de Somalia, Guinea-Bissau, Nigeria y Namibia.”
Y el término “además” no es gratuito en el caso somalí. De hecho se ha establecido que la prolongada desmembración de ese país, sus pugnas intestinas, la cuantiosa destrucción humana y material, y la persistente existencia de bandas y facciones armadas de corte autónomo, fueron fenómenos alentados y apoyados por los grandes monopolistas de la industria nuclear imperial con el fin de facilitar el depósito en aquella nación de miles de toneladas de desechos tóxicos.
Los titulados “señores de la guerra” recibieron millones de dólares por aceptar residuos nucleares en sus “áreas de influencia”, y hasta se estableció en la región de Obbia un depó-sito de basura atómica permanentemente custodiado por soldados extranjeros —norteamericanos y franceses, para mayor precisión- y no por las tituladas milicias somalíes.
El tema, a pesar de todas las manipulaciones, no ha estado exento de debates internacionales. Hay preocupación ya no solo por el papel de vertedero que se le ha asignado preferentemente a África en este asunto, sino además por sus consecuencias para el resto del planeta en materia de grave contaminación.
Reuniones internacionales han intentado regular o frenar tan nocivo trasiego, y así en 1989 la ONU convocó la Convención de Basilea, para el control de las rutas de los residuos nucleares.
Años después, relata la prensa especializada, se le añadió un apéndice a los mediatizados acuerdos de Basilea, por el cual a los estados miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, OCDE (léase Primer Mundo), se les prohibía exportar residuos tóxicos a los países que no pertenecían a tan exclusivo grupo.
“Este añadido- precisan las fuentes- chocó con la oposición de los Estados Unidos, que no firmó el artículo adicional, mientras otros productores de residuos buscaron rodeos para deshacerse de su desechos nucleares, a tal punto que la empresa ODM de Lugano, Italia, ofrecía en Internet los mejores sitios para el almacenamiento de basura atómica.
Y mientras, solo en Somalia se estima que cuarenta por ciento de la población está afectada o tiene una elevada propensión a los males cancerígenos, derivados precisamente de la exposición a la radiactividad, en un país donde para el ciudadano común poseer una mínima fuente de energía primaria ha sido por largos decenios el más enorme de los lujos.
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