La primera tarea de todo equipo norteamericano de gobierno, al menos en las variantes hasta hoy conocidas y que datan de más de dos siglos atrás, no ha sido otra que intentar mantener a los Estados Unidos como pretendido líder global. Así de redondo y categórico.
Lo demás es pura cuestión de trámite, de matices, de puntos de vista no esenciales. De ahí que cuando algunos alzaron complacidos los brazos ante la designación de John Kerry como nuevo secretario de estado, y a pesar de su fama de liberal, otros en cambio no pudieron menos que intercambiar miradas de recelo.
Al final, y en sus primeras declaraciones públicas, el congresista llamado a sustituir a Hillary Clinton y dirigir la política exterior por los próximos cuatro años, no saltó la barrera política común a todo funcionario de la primera potencia capitalista.
Si bien habló de la paz como una divisa importante a partir de sus traumáticas experiencias personales como veterano de la agresión a Viet Nam décadas atrás, John Kerry no pudo zafarse de los clásicos salmos imperiales que le demandarán “hacer todo lo posible por garantizar la presencia norteamericana” en el orbe, y “ejecutar las tareas excepcionales que tocan a los Estados Unidos” y de las cuales, según el juicio del orador, “depende el mundo”.
De manera que, a pesar del ropaje y los modales de pretendido corte novísimo, parecería que existen indicios como para suponer que no habrá amplias ni espectaculares movidas en las esencias del quehacer externo de la Casa Blanca en los cercanos cuarenta y ocho meses.
Mucho menos, cuando a pocas horas de la ascensión de Kerry a su nuevo cargo, Obama anunció su preferencia por John Brennan para asumir las riendas de la Agencia Central de Inteligencia, CIA.
Porque si el señor secretario de estado puede proyectar una imagen moderada, Brennan, en cambio, exhibe un expediente francamente siniestro.
Con 57 años de edad, experto en las estratégicas, conflictivas y explosivas áreas mesoriental y centroasiática, y con un dominio total de la lengua árabe, el designado jefe de la CIA —rezan agencias de prensa— “es el máximo asesor del presidente en la lucha contra el terrorismo y número dos del Consejo de Seguridad Nacional, y en los últimos cuatro años se reunió hasta en varias ocasiones al día con Obama para actualizarlo de los acontecimientos. No sin razón es considerado uno de los hombres más influyentes de la Casa Blanca”.
Se le caracteriza además como “frío y duro”, y entre sus “méritos” cuenta con la operación que en 2011 se dice puso fin a la vida de Osama Bin Laden, el escurridizo líder de Al Qaeda, aún cuando entre 1996 y 1999 fue Brennan el más firme protector del jefe terrorista en Arabia Saudita.
Por demás, al personaje promovido a director de los servicios norteamericanos de espionaje se le atribuyen la generalización del uso de la tortura como “método de interrogatorio a enemigos” dentro de las instituciones armadas estadounidenses, y de los programas para la utilización de aviones militares no tripulados, los tristemente célebres drones, en operaciones de “limpieza de terroristas” en Yemen, Somalia y Pakistán.
Vuelos que, como se ha informado más de una vez, han cobrado incontables víctimas entre la población civil, al extremo de provocar disputas y tirantez con las autoridades de los países sobre los que tales artefactos suelen incursionar.
De manera que en medio de este diapasón parecería proyectarse el curso de la política exterior Made in USA durante el último período de gobierno de Barack Obama, un curso donde pueden caber inflexiones, pero sin sacar los pies del riel central, a saber, el sacrosanto hegemonismo que dicen corresponde “por derecho divino” a la meca imperial de nuestro tiempo.
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