El optimismo desmedido es mal consejero. A seis meses de las elecciones presidenciales de Brasil, todas las encuestas dan como ganador al dos veces mandatario Luiz Inacio Lula da Silva; pero ojo, el actual inquilino del Palacio del Planalto, el derechista Jair Bolsonaro, aunque recibe duras críticas pretende reelegirse, posee un alto número de seguidores, en especial en círculos religiosos, y le conviene a la oligarquía su continuidad en el cargo.
Los comicios están previstos para el próximo 2 de octubre, pero ya comenzó a movilizarse la maquinaria electoral en torno a los dos contrincantes más poderosos. El próximo día 7, Lula da Silva, quien gobernó durante ocho años el gigantesco país suramericano de más de 200 000 000 de habitantes, presentará oficialmente su pre-candidatura a los comicios.
Bolsonaro, del Partido Liberal, un gris capitán del Ejército, en el que se desempeñaba como profesor de educación física, fue la cara de ese cuerpo en el Congreso Nacional como diputado federal durante 26 años consecutivos. Ganó la presidencia en condiciones muy adversas para el Partido de los Trabajadores (PT) fundado por Lula. Él fue uno de los instigadores, durante la etapa previa a las postulaciones en 2018, junto al farsante ex juez federal Sergio Moro, de acusarlo de varios casos de corrupción. Tras un juicio amañado, resultó condenado a 12 años de prisión, de los cuales cumplió 580 días, sin motivación jurídica, en la cárcel de Curitiba, estado de Paraná.
Lula fue rehabilitado en marzo de 2021, y esta semana la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, donde se había presentado su caso, concluyó que había sido víctima de la parcialidad de Moro y del Estado brasileño.
La oligarquía brasileña, sumamente poderosa, manejó —salvo los tres períodos del PT— los movimientos políticos en el poderoso país, de grandes reservas naturales codiciados por Estados Unidos (EE.UU.) y fomentó un plan de persecución judicial que impidió la postulación del líder obrero fundador del izquierdista Partido de los Trabajadores (PT).
En ese oscuro contexto, con un pueblo bastante confundido, mas si se considera que la sucesora de Lula, la exmandataria Dilma Rousseff, fue destituida por un golpe de estado parlamentario en 2016 por supuesto mal manejo de activos estatales —acusación también después comprobadamente falsa—, lo que dejó a la nación en manos de su vice derechista Michel Temer, conocido como El Camaleón, por su adaptación a las circunstancias políticas.
Temer gobernó durante dos años, en que acentuó la política económica neoliberal. Participó de manera directa, según se comprobó, en la farsa contra Rousseff, entregó la política a los intereses conservadores, y dejó libre el paso a Bolsonaro, escogido por las Fuerzas Armadas y los grandes capitales por su ideología defensora de la fuerza dictatorial, evangelista fanático, que, creyeron, no constituiría un problema para la operatividad de la nación.
YA ESTAMOS EN CAMPAÑA
Lula da Silva, de 77 años, sorprendió con la nominación del diputado y dos veces gobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, del Partido Socialista Brasileño (PSB), como su compañero de fórmula para la vicepresidencia del país, una unión imprescindible, pues la izquierda todavía está vulnerable tras la destitución de Rousseff y los falsos procesos contra Lula. Es innegable que una buena parte de la ciudadanía aun vive el trauma de los últimos años.
Aunque nunca admitió culpabilidad, mantuvo su dignidad en la cárcel, y el Tribunal Supremo de Justicia lo eximió de todos los cargos —el exjuez Moro, después ministro de Justicia de Bolsonaro, renunció al cargo y a una eventual postulación para octubre— el escándalo hizo mella en los menos preparados políticamente, que es decir la mayoría de la población brasileña.
Bolsonaro fue acusado por más de un centenar de organizaciones vinculadas a tradiciones cristianas, de manipular un discurso supuestamente religioso para ponderar al neoliberalismo, los moralismos y la retórica de odio e intolerancia. (Tomada de Resumen Latinoamericano)
Alckmin, de 69 años, es la figura considerada perfecta para acompañar al líder histórico del PT, pues ganó prestigio con la administración de Sao Paulo. Antes fueron enemigos políticos y batallaron por la presidencia en el 2006, cuando el exgobernador militaba en el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) del ex mandatario neoliberal Fernando Henrique Cardoso.
Pero los tiempos son otros, y ahora el exlíder del Estado más industrializado de Brasil dejó el PSDB para afiliarse, hace poco tiempo, al PSB y crear la nueva alianza con el PT.
La movida política de Lula, y también de Alckmin, resulta muy interesante, puesto que el binomio sería capaz de derrotar al excapitán, que demuestra falta de liderazgo, incapacidad política y, en algunos casos, se plantea que mental. Por su ignorancia y capricho murieron 600 000 ciudadanos durante la pandemia de la COVID-19, la que calificó de gripecita, e impidió la vacunación masiva que exigía la situación.
En una carta dirigida al PT, los socialistas aseguraron que Alckmin “reúne las mejores condiciones para articular fuerzas políticas amplias, capaces de dar a la resistencia democrática la envergadura que permitirá enfrentar el bolsonarismo”, primer paso para devolver la esperanza a millones de personas que vieron desaparecer los programas sociales del petismo.
Además, la presencia del paulista en la chapa del PT-PSB marca el rumbo de las presidenciales y de cómo sería el enfoque del próximo gobierno si gana este binomio. Como en sus dos períodos anteriores, Lula, consideran los analistas, mantendrá un equilibrio de poder con la poderosa oligarquía local, pues sin aspavientos y sin tocar una sola empresa privada, llevó adelante importantísimos proyectos populares, todos abolidos por el régimen derechista.
“Necesitamos la experiencia de Alckmin y mi experiencia para arreglar Brasil”, sentenció el exmandatario durante una rueda de prensa en un hotel paulista, y después, en un tuit, reiteró su voluntad de “reconstruir el país”.
De acuerdo con una comunicación del PT, también se aprobó su articulación y la del PSB con el Partido Comunista de Brasil (PCdoB) y el Partido Verde (PV) en un frente único para ganar la presidencia, gobernaciones y el poder legislativo.
BRASIL PERDIÓ PRESTIGIO
El prestigio político que ganó Brasil durante los 10 años de gobierno del PT se fueron por la borda desde que Bolsonaro conformó un gabinete integrado por militares de alto rango, en su mayoría, incluido su vicepresidente, el general retirado Hamilton Mourao, de posiciones radicales.
Cuatro años después, el evangelista que se hace llamar Mesías, quiere quedarse en el Planalto, aunque está rodeado de acusaciones de distinto tipo, desde sus groseros métodos con otros dirigentes políticos, conspiración, políticas de odio, mala gobernanza y corrupción de su parte y de su esposa e hijos —los tres también inmersos en el mundo político— entre otros delitos.
Sin el menor pudor, ya comenzó su campaña electoral exhibiéndose por las calles de Brasilia, la capital, en un vehículo descapotado pidiendo votos, lo cual fue duramente criticado por autoridades electorales.
El mandatario tiene dos grandes aliados a su favor: más de 40 000 000 millones de evangélicos reconocidos, que posibilitaron su victoria en los comicios pasados —lo que no significa que ahora sea igual— y las redes sociales, dirigidas por sus hijos, que son su plataforma de propaganda.
Al amigo —según él— y admirador del expresidente de EE.UU., Donald Trump, se le va la mano cuando de hacer política se trata.
Más de un centenar de organizaciones ecuménicas de orden nacional y estadual, vinculadas a tradiciones cristianas, acaban de denunciarlo por la manipulación de un discurso supuestamente religioso para ponderar al neoliberalismo, los moralismos y la retórica de odio e intolerancia.
En una declaración difundida en Brasilia responsabilizan a Bolsonaro de usar la estrategia del discurso religioso para atraer votantes.
Con la firma —entre otros— de la Comisión Brasileña de Justicia y Paz, la Conferencia de Religiosos de Brasil, Católicas por el Derecho a Decidir, Caritas Brasileira y la Iglesia Anglicana Episcopal de Brasil, el texto lo acusa de “darle apoyo a los grupos católicos ultraconservadores ocupando un espacio significativo en los medios y en la agenda política”, la cual articula varios movimientos fundamentalistas y banderas discursivas contra el comunismo, la teología de la liberación, la Conferencia Nacional de los Obispos Católicos de Brasil por su papel en la Iglesia y en la sociedad, los “obispos comunistas” y el Papa Francisco.
En las últimas semanas, Bolsonaro asistió a celebraciones católicas en Río de Janeiro y en el Santuario de San Miguel Arcángel, en Bandeirantes, Paraná, lo cual se contradice con la carencia de una agenda ética que señales cambios en sus políticas generadoras de muerte, destrucción de hogares, precariedad de las políticas humanistas y criminalización de movimientos sociales.
El pasado día 20, en una acción antidemocrática muy criticada en el ámbito jurídico, el presidente indultó al diputado Daniel Silveira, del partido Laborista de Río de Janeiro, tras ser condenado a ocho años y nueve meses de cárcel e inhabilitación para ocupar cargos políticos por insultos y amenazas a los magistrados del Supremo Tribunal Federal (STF) de Brasil. Su respuesta a la magistratura fue que tiene todo el derecho del mundo a organizar la justicia a su manera, en una actitud dictatorial.
La batalla por la presidencia será dura. Bolsonaro confía en que los militares que hasta ahora lo apoyan no aceptarán que Lula y Alckmin, con una presunta política progresista y popular, asuman el gobierno. Pero ello está aún por verse, pues en más de una ocasión los uniformados le han puesto un detente a sus desvaríos.
Y aunque las encuestas favorezcan a Lula como ganador incluso en primera vuelta, faltan muchos meses para consolidar alianzas, caminar el país, sentar bases y enfrentar a un enemigo controvertido pero apoyado por las oscuras fuerzas del ultraderechismo.
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