La más reciente ofensiva militar del régimen de Kiev contra el Este ha sido un fracaso. Lo admiten bajo cuerda no pocos analistas y testigos desde el explosivo terreno.
Ni las tropas, muchas de ellas bisoñas, descontentas y huidizas, hacen todo lo posible por avanzar (incluso desertan de buen grado), ni en la retaguardia las familias ya están admitiendo pasivamente el reclutamiento masivo para combatir por la “gloria de Ucrania”, al decir de los golpistas aupados desde Occidente.
La campaña mediática, mientras tanto, no deja de hacer lo suyo, y proclama que el Estado ucraniano es víctima de la agresión armada de Moscú —no importa que nunca haya aparecido un solo soldado ruso en la zona de combate— y que la “independencia” de un país “democrático” está entre las fauces del Kremlin.
Al final la historia no cambia. El intento estratégico es apretar las tuercas a Rusia en el afán de evitar a toda costa que resurja como una potencia mundial, mucho menos de signo contrario al hegemonismo Made in USA.
Se explica entonces que el advenedizo presidente ucraniano, Piort Poroshenko, diga, a pesar de la ineficacia bélica sobre la que chapotea, que “no hay alternativa” para una paz en la lucha contra los “revoltosos del Este”, y hasta apunta que reclamará que la Corte Internacional de La Haya declare como “grupos terroristas” a los insumisos milicianos de Donetsk y Lugansk, plantados en sus trece en aquello de hacer valer la autodeterminación y seguridad de sus respectivas poblaciones, de mayoritario origen ruso, frente a la xenofobia y el neofascismo entronizado en Kiev con el apoyo imperial externo.
Y que, por demás, su par norteamericano, Barack Obama, proceda en consecuencia a insistir en nuevas medidas restrictivas contra Moscú, “por la agudización de los combates entre las tropas del Gobierno y los separatistas en el Este de Ucrania”.
“Seguiremos con el enfoque de incrementar la presión sobre Rusia”, insistió el primer mandatario, evidentemente sin mayores contradicciones en este caso con un Congreso de mayoría republicana que, en diciembre último, llegó a aprobar una declaración de orden conclusivo (no importa la ausencia de pruebas y evidencias concretas) en la que “condena firmemente las acciones de la Federación Rusa, bajo la presidencia de Vladimir Putin, que ha aplicado una política de agresión contra países vecinos con fines de dominación política y económica”.
El legajo, con denominación oficial Hig Resolution 758, acusa literalmente a Rusia de invadir a Ucrania, desautoriza a los ciudadanos del Este por haber proclamado su autodeterminación mediante elecciones locales, demanda la “retirada inmediata de los invasores rusos”, y hasta llega a culpar a Moscú por el derribo, tiempo atrás, del vuelo 17 de la Malaysia Airlines sobre territorio ucraniano, un episodio que Occidente ha soterrado intencionalmente luego que ciertas indiscretas investigaciones indicaron que la nave fue víctima de un ataque de un avión militar de Kiev.
Por último, la larga diatriba, que es pródiga en citar otras “maldades internacionales de Rusia, aplaude la política de Piort Poroshenko de intentar reducir militarmente a los “rebeldes” del Este, a los que además conmina a entregar las armas “de inmediato”.
Y, desde luego, tras la voz del amo, no podía faltar el boyuno eco de los falderos de la belicista Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN, cuyo secretario general, el “obsequioso” Jens Stoltenberg, saltó en respaldo de Washington para concluir “por su cuenta” que “tropas rusas están apoyando la ofensiva rebelde que tiene lugar en el Este de Ucrania con sofisticados misiles, cohetes y aviones no tripulados”, y pedir a Moscú “que detenga su respaldo”.
El guión, desde luego, no podía cerrar sin instar a Moscú a “respetar” las leyes internacionales, las mismas que la Casa Blanca y sus aliados otanistas han convertido más de una vez en papel mojado, desde sus aventuras en Yugoslavia, Afganistán, Irak, Libia y Siria, hasta el golpe de estado derechista en Ucrania, que ha desatado una premeditada crisis que apunta a hacer más inseguras y explosivas las fronteras europeas de Rusia.
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