Cierto que la humanidad no ha dejado de vivir entre riesgos en los últimos decenios, luego de que con el derrumbe de la Unión Soviética y el campo socialista europeo algunos crédulos se tragaron el torcido mensaje del “fin de la historia” y la victoria total del capitalismo.
Y no se trata de vana consigna ni trasnochado idealismo. Todos los días aparecen las marcas que indican y sugieren que los caminos no están cerrados ni mucho menos, y que los viejos y agresivos actores globales no tienen otra alternativa que ceder terreno frente a nuevas fuerzas, no precisamente afines a las teorías explotadoras y demencialmente soberbias.
Así, por ejemplo, un nuevo conjunto de Estados, los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) resultan a estas alturas componentes trascendentales de la comunidad internacional e interlocutores indispensables a la hora de evaluar los problemas del mundo, esencialmente la debacle resultante de la crisis generada en los Estados Unidos en 2008 y regada como pandemia incontenible en Europa Occidental y otras partes del planeta.
De hecho, China ya ha sido proclamada, nada menos que por el ultra conservador Fondo Monetario Internacional, FMI, como la primera potencia económica universal, dejando en un segundo plano a los Estados Unidos. Al mismo tiempo, los afanes militaristas imperiales tienen en el creciente poderío bélico ruso un valladar que no puede ser ignorado.
En consecuencia, no es extraño entonces que en los más recientes encuentros internacionales, como la reunión del Foro de Cooperación Asia Pacífico, APEC, realizada en Beijing, o la Cumbre del Grupo de los 20, con sede en Brisbane, Australia, ya no sean los gobiernos occidentales los que resultan las gargantas predominantes.
En el caso de la APEC, el protagonismo chino fue notorio, más allá del hecho de ser anfitrión del foro. Acuerdos energéticos trascendentes fueron suscritos por el gigante asiático con Rusia, así como infinidad de protocolos bilaterales y grupales con naciones integrantes de las áreas geográficas convocadas, en un visible y firme ejercicio a tono con el papel global que ya ha asumido Beijing.
En ese contexto se inscribe, además, el histórico acuerdo chino norteamericano sobre el freno conjunto a las emisiones de gases de efecto invernadero, anunciado por los presidentes Xi Jinping y Barack Obama, y que deberá limitar la actividad contaminante de las dos economías que lideran el planeta.
China llegará a un tope de emisiones nocivas en 2030 para iniciar su rápido corte y elevar sustancialmente los índices de uso de energía limpia, en tanto los Estados Unidos se comprometió a reducirlas para 2025 en un cuarto con relación a los volúmenes de dos décadas anteriores.
Además, ambos dirigentes consideraron brindar su apoyo al logro de un acuerdo mundial sobre cambio climático en la conferencia que sobre el particular se realizará en París el año entrante.
Mientras, con relación al encuentro de Australia, que intentará renovar fórmulas para enfrentar el estancamiento económico de Occidente, es válido resaltar la presencia protagónica de noveles actores, entre ellos Brasil, Argentina y México, y el hecho de que Occidente no haya podido obviar la asistencia del Kremlin aún en medio de la hostilidad imperial contra Moscú por los episodios generados en Ucrania a instancias del intervencionismo hegemónico.
Y es que a pesar de que se mantiene vigente en su totalidad la doctrina absolutista de los ultra conservadores gringos en torno a aplastar a Rusia y China como pretendidos “oponentes” inadmisibles en un espacio unipolar, desde el punto de vista práctico el peso económico y político de ambas naciones y de otras del orbe calificadas como “emergentes” resulta insoslayable para enfrentar el caos sembrado a escala planetaria por el poder del capital, y que hoy devora los propios hígados de sus gestores.
De manera que, disgústese quien se disguste, la idea de un reinado planetario omnímodo de sello imperial suena cada vez más a total quimera.
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