Hace poco el septuagenario abogado norteamericano John Dean, hoy comentarista habitual de la CNN, e involucrado a fondo en el escándalo Watergate en la década del setenta del pasado siglo, afirmó que el presidente Richard Níxon, obligado a renunciar entonces por semejante dislate, era al menos “un hombre de la política.”
Sin embargo, subrayaba a seguidas, el actual mandatario Donald Trump “no tiene la menor idea de cómo funciona la Oficina Oval… y cree que puede fiarse de su instinto y hacer lo que le parezca.”
Y por mal que le parezca a simpatizantes y seguidores del magnate inmobiliario, parece que son muchos los que estiman que al señor Dean no le falta razón, y mucho menos por falta de evidencias.
La más reciente, precisan esos criterios, es la atrevida y riesgosa arremetida contra China, que en una primera andanada ha elevado severamente los aranceles a los múltiples, variados y aceptados productos chinos que entran a los Estados Unidos, justificando ese paso en el presunto entendido de que Beijing “explota” a la primera potencia capitalista y “desangra su propiedad intelectual sobre numerosas soluciones científicas y tecnológicas”.
En el fondo, ya se ha dicho, se trata de evitar a toda costa que China consolide el papel de cabecera económica global que ya le atribuyen numerosos expertos, y siga escalando además hacia el sitial que la transforme en una superpotencia de probado y proclamado signo no grato al hegemonismo que se destila en Washington.
Hay que decir que la reacción china no podía ser más centellante y consecuente con la realidad. Beijing ha lamentado semejante error estratégico de la actual administración estadounidense y comenzado a dar las correspondientes y simétricas respuestas comerciales a la ya citada agresión.
No obstante, el “instintivo” Donald Trump va en grande, y al desatino económico acaba de sumar una pifia política de altos quilates y de elevada peligrosidad, al firmar una orden ejecutiva que reabre los contactos e intercambios entre altos funcionarios norteamericanos y las autoridades de Taiwan, a la que China considera parte indisoluble, intocable e inviolable de su territorio nacional.
De hecho no es la primera vez que el asunto de la pretendida “ínsula rebelde” sale a relucir entre China y la actual administración norteamericana. Recuérdese que luego de su triunfo electoral, Trump se comunicó con los gobernantes taiwaneses y originó una fuerte protesta del gigante asiático.
Ahora Beijing no se limitó a recordar que promover contactos con Taiwan implica una seria injerencia en sus asuntos internos, sino que advirtió que no admitirá ninguna distorsión impuesta a la política de “una sola China” con respecto a ese espacio geográfico.
En consecuencia, las fuerzas armadas chinas despacharon de inmediato el portaviones Lionang y sus correspondientes naves de apoyo al estrecho marítimo que separa a Taiwan del Continente, como muestra de su disposición de hacer valer la integridad nacional a como de lugar.
Al unísono, el presidente Xi Jinping, reiteró lo inaceptable de toda injerencia externa en un asunto de neta competencia interna, y aseveró que cualquier intentona separatista taiwanesa enfrentará el “castigo de la historia”…y a buen entendedor…
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