Si frente a los vientos huracanados, lejos de apuntalar la vivienda, se socavan los cimientos, se aflojan cerraduras y bisagras, y se debilitan las vigas del techo, entonces la casa nos cae en la cabeza sin remedio.
Traslade entonces esta experiencia al campo de la pugna política internacional, y serán comprensibles en buena medida las cobijas venidas abajo en varios puntos de la geografía universal, y la dura imagen de aquellas que hoy están en pleno riesgo de descalabro.
En otras palabras, que resguardar, prolongar y defender un proceso de cambios positivos no es solo llenar las trincheras de gente y los arsenales de balas, ni tampoco repetir arengas y memorias hasta el infinito.
Se trata, en primer orden, de que los aludidos sientan y experimenten, de manera tangible, que en verdad vale la pena lo que viven, que no existen incoherencias entre lo dicho y lo hecho, y que cada paso que se da o se intenta dar, califica por su objetividad, claridad, consecuencia, eficacia y eficiencia.
No hacerlo ya sea por incapacidad, inmovilismo, temores, voluntarismo, oportunismo o simple capricho, es servirle la mesa a los "vientos huracanados" que soplan desde afuera, y que atisban la menor hendidura para levantar paredes y tejados. En una palabra, es convertirse en facilitadores del derrumbe.
Y desde luego que los agresores gozan cuando la víctima calza ceguera y camina en círculos cerrados sin perspectiva de avance real.
Es uno de los requisitos que precisamente apuntalan sus planes injerencistas y destructivos, y da abundante trigo a las de por sí torcidas campañas de descrédito y demonización de las que hemos sido testigos a lo largo de la historia.
De manera que la fórmula ideal para desbancar a indeseables ya no se limitaría a presionar y agredir desde lontananza y a trabajar desde adentro en la creación de oponentes locales y alborotadores violentos, sino que sumaría además el sacar lascas tácticas a las limitaciones, incapacidades, errores, contramarchas, ineficacias e inconsecuencias de la presa, un lastre que inexorablemente termina por abrir huracos, empujar hacia el descreimiento y la desconfianza, y promover la abulia o el definitivo virar la espalda.
Y ese es uno de los grandes retos de los que hoy están en el punto de mira de los hegemonistas e intervencionistas globales, porque saber defenderse, vale reiterarlo, no es solo un asunto de polvorines o de adoctrinamientos retóricos, sino pasa por un desempeño creativo, audaz y eficaz que ponga ante los ojos y las mentes, y en plazos razonables, una realidad cada vez más cercana a las aspiraciones, expectativas y urgencias de los ciudadanos.
Y no importa si se trata de procesos de cambio sujetos periódicamente a la medida de las urnas frente a otras alternativas, incluida la del enemigo, o de aquellos que han asumido variantes de certificación donde los riesgos se suponen menos aguzados.
Porque, vale insistir, los que quieren destruir, junto a urdir golpes y obstáculos, no dejan de estudiar y observar a fondo cada movimiento y gesto de las posibles víctimas, como el huracán no perdona una puerta entreabierta o un techo debilitado.
Evitar rendijas, y entre ellas las propias, es entonces parte del deber para la conservación de las nuevas obras políticas, económicas y sociales, de manera que, si es posible, el álgebra del devenir humano no ofrezca más binomios fatales.
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