Cuando David Cameron aceptó preguntar en referéndum si Reino Unido debía permanecer como miembro de la Unión Europea o salirse de ella, no calculó el tamaño del error: terminó siendo su propio fin. Creyó que ganaría, pero subestimó la influencia de políticos mentirosos y de la viralidad de las mentiras.
La desindustrialización, menos trabajo para la clase trabajadora, la tecnología como sustituta del hombre, las inequidades entre el campo y la ciudad. Todo entró a jugar, y un poco más de la mitad de los que fueron a votar aquel día expresó su deseo de salir de la Unión Europea porque en esa ruptura yacían las soluciones a sus problemas, o así creyeron como resultado de una de las campañas de desinformación más grandes que ha visto este país.
Teresa May asumió entonces la inconmensurable tarea de diseñar un divorcio que nadie adivinó cuán complejo sería. Entusiasmo por un lado y profunda decepción por el otro, en ese ambiente polarizado, la primera ministra debía tomar las riendas. Hasta hoy, casi todo le ha salido mal.
En marzo de 2017, May activó el artículo 50 del Tratado de Lisboa. Significa que Reino Unido comenzaba a contar dos años para planificar la salida definitiva. Se acerca entonces la fecha límite: el próximo 29 de marzo será el último día de Reino Unido como parte del bloque.
La primera ministra hizo un trillo entre Londres y Bruselas. Papeles iban y venían, conversaciones de pasillo, reuniones, breves y vacías, declaraciones a la prensa. Finalmente, llegaron a lo que el gobierno dice que es el mejor acuerdo posible, y de vez en cuando acota también: el único.
Parecía que conversar con Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo o con Jean Claude Juncker, jefe de la Comisión, iba a ser la parte difícil. Pero, en casa May no la tendría muy fácil.
Desde que mostró el acuerdo al Parlamento no ha dormido una noche en paz. Cada día una mala noticia asoma y las divisiones parecen insalvables. Pero no tiene otra opción, les toca a los legisladores dar el visto bueno al documento que no cumple, como casi todo en la vida, con lo que todo el mundo quiere.
La pretensión de muchos es quedarse con lo bueno de la Unión Europea y aislarse de los controles o la parte mala de esta integración. La Unión Europea no accederá a semejante trato. Ya desde Bélgica lo han dicho hasta la saciedad: ya hicimos el acuerdo, es este, y no habrá cambios.
En el Parlamento solo ponen peros, ya sea para deslegitimar a Teresa May, o porque realmente afecta a sus electores, o sencillamente porque el acuerdo falla en prever problemas fundamentales a los que ya se enfrenta Reino Unido.
¿DÓNDE SE TRABA EL PARAGUAS?
Son muchas vallas en el camino, pero les comento de dos parecen ser las más urgentes.
Ahora Reino Unido exporta e importa desde y hacia la Unión Europea sin tarifas fronterizas. Dígase, alimentos y medicinas, de un lado a otro sin multas en aduana llegan a los anaqueles de las tiendas sin ver su precio incrementado: una de las principales ventajas de pertenecer a la Unión Europea. Pero ese libre comercio está al acabarse, ahora Londres tendrá que lidiar con un aumento de precios, lo cual pesará sobre la población.
Incluso peor, Reino Unido importa medicinas esenciales, o materias primas para fármacos desde Europa, y ahora no podrá o tendrá que pagar más. Eso pone un estrés insuperable al sistema de salud universal y gratuito que hay en este país. Además, supone un problema para la misma Teresa May, diabética, cuyo medicamento viene también de Europa. Por tanto, por difícil que sea de creer, ya comienzan pacientes y hospitales a acaparar, porque si llega el 29 de marzo sin acuerdo podría haber una escasez de medicamentos que pone en riesgo a miles de pacientes.
Pero el nudo gordiano no está en la isla grande, sino en la única frontera que tendría Reino Unido con la Unión Europea: la frontera entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda. La primera es una de las naciones que componen este país. La segunda, independiente y republicana, es miembro pleno de la Unión Europea.
Al separarse de Bruselas, Londres decide también abandonar la unión comercial y tarifaria, por tanto, todo producto que entre o salga de la Unión Europea ha de pasar por algún tipo de control en la frontera. Pero esa frontera es una línea divisoria que en términos concretos no existe. No hay muro, ni control de aduanas, ni autoridades migratorias chequeando pasaportes.
No siempre fue así. Durante 30 años una guerra sacudió a la isla irlandesa porque los republicanos veían el control fronterizo del ejército británico como una injerencia. Después de más de tres mil muertos, finalmente un acuerdo de paz entró en vigor, un hecho histórico conocido como el Acuerdo de Viernes Santo (Good Friday Agreement).
Belfast, Dublín, Londres y Bruselas: las autoridades de las cuatro capitales coinciden en que no puede haber una frontera tradicional que separe ambas Irlandas. May aceptó entonces la opción europea: el backstop, un plan transicional para que, mientras Reino Unido organiza los términos del divorcio, Irlanda del Norte se mantenga en la unión comercial y tarifaria con la Unión Europea, lo cual separa a ese país de la isla grande. Los unionistas, los que quieren una Irlanda del Norte como parte indisoluble del Reino, no quieren ni oír hablar del tema, y tienen asientos en el parlamento y gran influencia dentro del Partido Conservador.
Europa solo quiere el backstop, el parlamento parece que no lo aceptará nunca. Y así se acaban las opciones, mientras la cámara baja sigue siendo un hervidero de gritos, contradicciones, reproches y promesas incumplibles.
El reloj sigue su curso, y las noticias con las que se amanece a ambos lados del Támesis parecen alejar las soluciones. Se acerca el final de esta discusión, a menos que pidan una extensión a la Unión Europea, lo cual es vergonzoso para este país que decidió irse pero ahora no sabe ni cómo ni hacia dónde.
*Desde Londres
yerandy
14/3/19 14:32
Cristina, que bueno verte por aqui, regresa pronto a Cuba, te extrañamos por aca. Saludos
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