Fue en 2001, en la ciudad Libia de Sirtre, que la hasta entonces Organización para la Unidad Africana, OUA, se convirtió en la Unión Africana, UA. Apenas un año después, Sudáfrica acogía la primera cumbre de la recién estrenada entidad.
Más que un cambio de nombre, la nueva denominación intentaba reflejar la desde entonces vigente realidad regional, en la cual la lucha popular, junto al apoyo y la solidaridad internacionales, no solo habían eliminado las máculas racistas que representaban los regímenes de Rhodesia, hoy Zimbabwe, y de la propia Sudáfrica, sino que impulsaban además un nuevo espíritu de convergencia, cooperación e integración regional, por encima de las divisiones artificiales heredadas de los siglos de abusivo coloniaje occidental.
Y hace apenas unas horas en Malabo, la capital de Guinea Ecuatorial, los estadistas africanos, junto a importantes figuras de entidades globales y representantes de los más fieles amigos de los pueblos de Africa, concluyeron la reunión veintitrés de la UA, que durante sus debates prestó atención a una amplia y multifacética agenda.
La lista de temas incluyó, en el aspecto económico, la urgencia de desarrollar programas para una agricultura diversificada y sostenible en Africa, que cuente además con un adecuado apoyo tecnológico.
A ello se sumó el debate sobre la creación de un fondo financiero propio para Africa, de manera que el Continente, a partir de sus propios recursos, pueda apoyar los más diversos programas sociales y económicos adelantados por los gobiernos de la zona.
Los estadistas tampoco pasaron por alto el clima de agresividad externa que no pocas veces ha hecho impacto en suelo africano, además del riesgo cierto que para la estabilidad de todos supone la extensión de la actividad terrorista en la zona a cuenta de grupos extremos alentados, entrenados y pagados por los intereses hegemonistas globales.
Desde luego, materializar todos estos programas e ideas implica para Africa un reto especial.
No puede olvidarse que la región ha llegado a nuestros días con una total desventaja derivada de la historia ancestral de explotación a que fue empujada por las metrópolis coloniales y neocoloniales.
Desde los propios albores del capitalismo Africa fue humanamente saqueada para aportar la fuerza de trabajo esclava que requerían las economías de plantación dentro y fuera de sus fronteras, a la vez que sus recursos naturales se convertían en patrimonio de los monopolios con sello occidental.
Lograda la independencia mediante la batalla popular o a través de oportunistas otorgamientos de los hasta entonces amos foráneos, las ligaduras de Africa apenas cambiaron de color.
La primera potencia capitalista, emergida luego de la destrucción de Europa en la Segunda Guerra Mundial, no tardaría en poner sus ojos y sus manos en aquellos patios, y en nuestros tiempos, en que intenta erigirse en exclusivo centro de poder universal, el territorio africano es visualizado como uno de los pivotes estratégicos en la consecución de semejante propósito.
Los recursos petroleros africanos están en la mira de Washington, que recibe de ellos casi 25 por ciento del crudo que despilfarra su economía imperial. A ese cuadro se une la existencia en Africa de preciosos recursos hídricos, forestales, de biodiversidad y de minerales de todo tipo, incluidos los más raros y exclusivos, amén que la posición geográfica del Continente resulta clave en el dominio de importantes rutas navales de orden comercial y militar.
No por gusto en octubre de 2007, bajo el gobierno de George W. Bush, los Estados Unidos concretó el establecimiento de su titulado Comando de las Fuerzas Armadas para Africa, AFRICOM, destinado a fortalecer la presencia bélica imperial en la zona y la “custodia” de sus riquezas naturales.
Una actitud que contrasta con los principios de colaboración y mutuo beneficio que otras naciones dispensan a un Continente urgido de conocimientos, tecnología y técnicas de avanzada para lograr su definitivo despegue.
Es el caso de China, por ejemplo, la actual primera economía del planeta, que se proclama como un amigo confiable y seguro de los africanos, y que desde hace decenios ha establecido con ese Continente estrechos lazos de intercambio multifacético en un total plano de igualdad y respeto.
Una política que, por cierto, irrita profundamente a los intereses hegemonistas, y contra la cual también apunta el injerencismo y la belicosidad imperial que pretende sentar bases permanentes en aquella vapuleada parte del mundo.
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