La primera vez que oí la palabra jíbaro, fue en los días de la infancia cuando mi padre me hablaba de los perros jíbaros que rodeaban por las noches, con ojos que parecían candiles, el rancho de yaguas cerca del Palenque de Marea de Portillo, en un pedazo perdido de la Sierra Maestra.
Muchos años después, cuando creció la gramática, los estudios y los significados, supe que jíbaro es un animal montaraz y salvaje. Ahora sé, que Jíbaro, es el nombre de un pueblo amazónico que echaron raíces entre el Perú y el Ecuador, y que solían reducir las cabezas de sus enemigos muertos para impedir la venganza, y tomar así la fuerza de sus espíritus; a ese proceso le llaman tzantza. Y en Puerto Rico, jíbaros son campesinos rústicos que viven el orgullo de su identidad.
Es que jíbaro es una palabra difícil de traducir a otras lenguas, y trae en las entrañas algo indomable. Y este es el punto en que me gustaría unirla con el pensamiento; sí, un pensamiento jíbaro que haga frente a la dominación de la violencia simbólica, o a la hegemonía que nos seduce hasta convertirnos en el eco de voces que no son nuestras.
Un pensamiento de tal naturaleza, es crítico, y prevé, se revisa a sí mismo para no caer en las trampas de la propia inteligencia. También las ideas pueden ser redes que nos atrapan si no comprendemos que la vida es movimiento constante, y que, “definir es cenizar,” como decía el poeta Lezama.
Para tener un pensamiento jíbaro, hay que leer el mundo con atención. Es tan abundante el desbarranco de información y se borran las imágenes a tal velocidad, que pensar es un ejercicio que se achica, como las cabezas de los guerreros vencidos, y las emociones campean dejando el rastro de lágrimas efímeras y teledirigidas.
Un pensamiento jíbaro no reconoce las doctrinas cerradas, ni los dogmas provenientes de cualquier esquina de la sala de la historia. De la misma manera que todo jíbaro tira para el monte, al territorio libre de la selva, las palabras jíbaras tienen que levantar la piel a ver que esconden, si hay libertad, o dominación, o la simulación que nos aleja de nosotros mismos.
Un pensamiento jíbaro, por ejemplo, miraría con sospecha el concepto de “capital humano”. No es porque se trate de una construcción epistemológica de dos economistas norteamericanos que se plantearon la inversión financiera en la fuerza de trabajo, con el fin de mejorar las capacidades productivas; ¿para aumentar la plusvalía relativa?
El asunto es que Marx, analiza la estructura del capital y su conflicto con el trabajo; y en aquel memorable capítulo veinticuatro del tomo uno de la obra, que lleva justamente ese nombre: El Capital, asegura que, “el capital vino al mundo chorreando sangre y lodo por todos sus poros”. Ahora, de pronto, ya el capital parece que no chorrea sangre, ni lodo, porque es humano.
No se trata de que no podamos validar, los términos que se usan en las relaciones internacionales, sino de comprender que muchos de ellos provienen de academias y universidades donde no se piensa en términos jíbaros, sino etnocéntricos, dominadores y excluyentes. Y todo pensamiento jíbaro tiene que ser un pensamiento de la sospecha.
Se me ocurre pensar, que José Martí, es un artista jíbaro, un pensador subversivo que supo zafarse de levitas y atuendos foráneos para asumir la riqueza cultural de nuestros pueblos. En un verso inolvidable, guarda la autoctonía de la cultura: “Arte soy entre las artes / En los montes, monte soy”
No se trata de pensar y luego existir, como hubiera dicho el viejo Descartes, sino pensar con moropo propio, asegurando el ejercicio de sí mismo, y que no sean los ojos de perros los que rodeen en la noche el alma de la casa, sino luces encendidas, hechas con las brasas de nuestro jíbaro pensamiento.
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