viernes, 29 de marzo de 2024

La Soledad del Faraón

Carta de amor a Tut-Ank-Amen es un poema en prosa que comenzó siendo página simpar de un diario juvenil, y cuya contención lírica podría significar la definición estilística de Dulce María Loynaz...

Cubahora en Exclusivo 14/02/2012
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Dulce María Loynaz
Dulce María Loynaz Muñoz, una de las principales figuras de la poesía lírica cubana y universal

Carta de amor a Tut -Ank-Amen es un poema en prosa que comenzó siendo página simpar de un diario juvenil, y cuya contención lírica podría significar la definición estilística de Dulce María Loynaz: verbalmente estoica, afiliada a una medida que represa el desbordamiento y le facilita el discurrir por las profundidades. Dirigida a un faraón fenecido casi en la adolescencia, esta Carta fluye durante un viaje de la poetisa por Egipto y otros lugares de esas tierras, de cultura tan antigua, que parecen sobrevivir en el misterio.

Dificílmente, a pesar de sus 26 años y un doctorado en la Universidad de La Habana, Dulce María podía evitar conmoverse ante el sarcófago múltiple del joven faraón. La acompañaba el don familiar de la sensibilidad. En la casa paterna, su padre, el General Enrique Loynaz del Castillo, y sus hermanos Flor, Enrique y Carlos Manuel también mostraban en la mirada la claridad neblinosa de la poesía. Tal vez la genética no sea decisiva en lo concerniente al don poético. Más bien pude haber influido primordialmente la atmósfera culta del hogar, el cuidado del espíritu. Y al regresar al hotel escribió este poema lírico en prosa -anotación rutinaria en la libreta de viaje- que aún reclama la vigencia gracias a la finura de la composición y lo maduro del impulso. El español Antonio Oliver Belmás, poeta y experto crítico de la obra de Rubén Darío, subrayó en el prólogo del cuadernito, publicado en 1953, que con esta Carta la poetisa hubiera merecido que el joven Tut-Ank-Amen resucitara.

Qué pasaba por el corazón de la muchacha. ¿Podremos intuir qué grado de intensidad experimentaban sus temblores, sus vacíos para atreverse a rodar las piedras, aventar las arenas de los siglos y dirigirse a un monarca egipcio fallecido a deshora? Dulce María, ya tan sagaz y tan sincera como en su madurez, se percató entonces que escribía cosas como de loca. Se dirige al joven rey: “Déjame decirte estas locuras que acaso nunca te dijo nadie, déjame decírtelas en esta soledad de mi cuarto de hotel, en esta frialdad de las paredes compartidas con extraños, más frías que las paredes de la tumba que no quisiste compartir con nadie.” Antes le ha dicho: “Por esos ojos tuyos que yo no podría entreabrir con mis besos, daría a quien los quisiera, estos ojos míos ávidos de paisajes, ladrones de tu cielo, amos del sol del mundo.” Y más adelante: “Pienso que tus cabellos serían lacios como la lluvia que cae de noche… Y pienso que por tus cabellos, por tus palomas y por tus 19 años tan cerca de la muerte, yo hubiera sido lo que ya no seré nunca: un poco de amor”.

Aunque Carta de Amor a Tut-Ank-Amen se publicó 24 años después de haber sido compuesta, uno reconoce que en lo circunstancial de este texto, además de los valores formales como la sobriedad y un discurrir sin apenas hacerse notar, ya estaban los valores internos de los poemas con que Dulce María alcanzará su crédito como una voz recia y delicada a la vez. En este poema se aprecia la soledad, la frustración, la ternura desasida y la contenida pasión de un Eros que se transforma en maternidad: Así —le dice al faraón dormido- te hubiera recostado yo sobre mi pecho, como un niño enfermo.

Dulce María Loynaz (1902-1997) escribió varios libros de poemas. Entre otros -y cito los primeros- Versos, Juegos del agua y Poemas sin nombre. Este último en prosa. Y es en la prosa poemática, cuando el verso se desprende del maquillaje métrico y de la música exterior de la rima, donde la poetisa logra, a mi modo de ver, su mayor hondura. No me refiero, sea advertido, a su prosa novelística, en la cual ejerce también la poetisa; sino la prosa en que cuajan las ideas poéticas con calidad y libertad irrepetibles. A mi parecer, pues, su libro superior es Poemas sin nombre. Un libro amor. Un libro filosofía. Un libro desolación. Un libro sueño. Quizá me sea permitido repetir un título de César Vallejo: Poemas humanos, generalmente breves, en que conviven lo erótico, lo bíblico, lo religioso, lo cotidiano, lo lírico.

Esta es una muestra: “Estoy doblada sobre tu recuerdo como la mujer que vi esta tarde lavando en el río. Horas y horas de rodillas, doblada por la cintura sobre este río negro de tu ausencia.” En otra página escribe: “Hasta en tu modo de olvidar hay algo bello. Creía yo que todo olvido era sombra; pero tu olvido es luz, se siente como una viva luz… ¡Tu olvido es la alborada borrando las estrellas!”

En Poemas sin nombre se esconde el evidente secreto de la estética que ha dado perennidad a la poesía de Dulce María Loynaz. El poema 105 lo revela: “Esta palabra mía sufre de la escriban, de que le ciñan cuerpo y servidumbre. He de luchar con ella siempre, como Jacob con su arcángel; y algunas veces la doblego, pero otras muchas es ella quien me derriba de un alazo”. En doblegar la palabra martirizándola con la afilada conciencia del estilo o negociando con sus probables desvíos y anuencias, en eso, en doblegar la palabra, consiste la faena del poeta en la arena solitaria de la experiencia poética. Y Dulce María logró que su poesía venciera el desafío de todo canto: permanecer. Y Aunque por mucho tiempo la autora se mantuvo exclusivamente en los límites de su casona familiar, sus poemas reclamaban la vigencia nunca perdida, viviendo existencia propia y acusando con la ternura o el desgarramiento la personalidad que la creó.

Entre La carta de amor a Tut-Ank-Amen y Poemas sin nombre, se mece un sutil hilo de comunicación que sostiene la coherencia de esta mujer signada por la plenitud del vacío.


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