Las artes danzarias y musicales marcaron el inicio de una expresión universal. Si vamos a las pinturas en las Cuevas de Altamira, por ejemplo, vemos cómo el hombre quiso perpetuar el instante de un baile místico y mítico. Hay, en las figuras de la piedra, el interés cinematográfico, la luz filosófica y el significado mágico. Nunca hemos abandonado esa caverna, donde el fuego latirá quién sabe cuánto más.
Sonido y movimiento integran el primerísimo lenguaje, uno que aún utilizamos para sustituir las limitaciones del idioma, las barreras culturales. Así, quienes visitan un país, Cuba quizá, buscan en sus expresiones universales, el danzón, el guaguancó, las piezas de Lecuona, Caturla y Cervantes, la impresión del Ballet Nacional. Nuestras cuevas de Altamira estarían llenas de símbolos sobre cómo somos, de dónde venimos, qué queremos…
Pero, ¿qué pasa con esa cultura otra, la que dejamos a veces que se prostituya porque nos “hacen falta los dólares”? No hay nada de vergonzoso en cobrar más y mejor, pero cuando solo en el rey amarillo ponemos la vista, cuidémonos del vasallaje. José Martí advertía acerca del peligro del pragmatismo de las riquezas y de cómo la asunción de esa identidad, venida del mundo anglosajón capitalista, podía opacar nuestras figuraciones.
Hay que cobrar, pero con cuidado de no vendernos por completo: una cosa es brindar el acceso a la cultura como un servicio y otra el canje de pepitas de oro por pedacitos de espejo (como aconteció en América durante la conquista colonial, entre pueblos originarios y europeos). No somos indios, al menos no en el sentido occidental de la palabra, puesto que la sangre taína y siboney nos da sentido.
¿Cuántos de quienes viajan a Cuba estarán dispuestos a entender a nuestro Alejandro García Caturla y su obra cubana, a la par que universalista? Para saberlo el acceso debe ser pleno, lúcido, en igualdad de condiciones. Porque -esto lo leí en un comentario a la canción británica “Rule Britannia” subida a Youtube- hay turistas ingleses que mientras nos visitan oyen su himno colonial, para inspirar viejas glorias. La centralidad europea imperial no ceja, no obstante nuestros valores nacionales.
En Cuba, para mal o para bien, hace rato que se vende música y danza en divisas, y no siempre son los mejores ejemplares de esas manifestaciones. Los gustos se adaptan al consumo y ofrecen un sucedáneo de la identidad criolla: abundan muchachas lindas con poca ropa y plumas en la cabeza, mozos que remedan fornidos esclavos, ritmos que se remontan al espectáculo cabaretero más simple. Resulta un país, en esos momentos, pacotillero, no la nación que se hizo con dolores, no nuestras figuraciones primigenias.
Se da en tales espacios la imagen de una colonia “comprable”, expuesta y virgen, se evoca el correlato de la Cuba prostíbulo del Caribe. Esa venta bayusera de ritmos, a veces de trap, funciona como una máquina de triturar alegrías, allí se muelen las ilusiones de un pueblo soberano cuya conciencia vale mucho más de lo que está dispuesto a pagar el inglés que oye “Rule Britannia”.
Debieran verse esos espacios de cobro por la cultura como campos de batalla cultural donde, no con armas físicas, sino con figuras reales (y no figurones), se salga con la adarga al brazo. Porque rendirnos como colonia comienza con el baile y termina con un retorno quizás a 1762, cuando el pabellón de la “Unión Jack” ondeaba en el Morro. ¿Cuántas veces no vemos aquí y allá el uso de la bandera británica? Muy poco colocamos en cambio nuestra estrella solitaria en las casas.
En este desbarajuste de hoteles y cabarets que venden bailes y ritmos, hay además la falta profesional del contrato, que asume un personal inconsciente de las prácticas coloniales que realiza. Esos “artistas” (las comillas no aplican a todos ellos) solo están allí para recibir lo suyo y tocar la salsa que pide el que paga.
Por ganarnos los pesos, quizás estemos perdiendo peso, en esa levedad del ser que es la nación pasada por agua, suave, paradisíaca. El lado de los ritmos conforma una dicotomía muy común en la mente del visitante foráneo, por una parte se nos conoce como eternos bailarines de cualquier rumba y, por otra, nos ven con curiosidad, como a bichos raros en una pecera socialista. El colonialismo tiene ambas cabezas, es bifronte, etiqueta al otro que desconoce, lo constituye, le construye al sumiso una identidad.
La Cuba bayusera es aquella en la que una noche unos marines se treparon a profanar la estatua de José Martí, la misma que mostró a un embajador angloparlante pedir unas disculpas a medias por el suceso y trabarse al mencionar el nombre (para él desconocido) del Apóstol. Era la Cuba del bayú cuando tuvimos un presidente cuyo primer discurso en la radio era en inglés, en un país que no sabía ni español.
Cada acto cultural es significativo, nos mitifica. Si lo hacemos nosotros (desde una identidad autosuficiente) sabremos vender más y mejor, sin ser colonia. Si dejamos que otro vea por nosotros, nos piense, nos hable, entonces terminaremos bailando ritmos solo en apariencia cubanos o quizás, en un futuro no lejano, anticubanos.
La levedad del ser y el bayú, la chica sin ropa y el esclavo joven y fornicador integran un imaginario venido de lejos que, en más de un sitio cubano, hay equivocados que lo asumen como cercano y propio.
En el universalismo de la cultura cubana hay, no obstante, una nación latente que como el fuego cavernario será difícil sofocar, y vemos, entre las luces y las sombras, la verdadera comparsa del criollo soberano.
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