Fidel Galbán aparece en las fotos de la época como un muchacho imberbe con una mirada profunda, reflexiva e intensa. Quien lo haya conocido por entonces no imaginó la estela de obras que legaría a la historia del teatro cubano. Sin embargo, su trayectoria, llena de una gloria digna y dolorosa, lo colocó en lo más cimero. El joven que hablaba de la belleza del viento en las ramas de un árbol o de la música más leve y soñadora pronto hizo que todos volteasen la mirada hacia unas propuestas llenas de imaginación, buen gusto, maestría. A él lo conocí hace décadas, en su casa de San Juan de los Remedios. En las paredes de la vivienda descansaban las imágenes de aquella epopeya de muñecos, de triunfos y también de incomprensiones. La obra mayor del genio fue su grupo de teatro, que llega a los 55 años de fundado, con la luz de los primeros días.
El hombre trascendió la desdicha impuesta por sanciones que en su momento nada dijeron, sino que intentaron dañarlo. De su época como inspector de higiene, cargo al que lo confinaron, extrajo la obra El Gato Simple, la más genial que se haya escrito como fábula para niños en Cuba, cuyo tema es el exceso de bondad. La ingenuidad como debilidad y fortaleza en el cotidiano devenir. Un gato no sabe lo que es un ratón y resulta embaucado constantemente. De ahí, los infantes toman la enseñanza y el dolor de la vida de un ser como Fidel, hecho a golpes y a luces, entre la dicha y el esfuerzo.
De Maritza, su esposa, uno aprende la paciencia y la fuerza de una mujer que tuvo que apoyar en los momentos más oscuros y que nunca dudó del talento, ni de la pureza de su compañero. Fidel fue un privilegiado, aun cuando muchos creyeran que lo hundían en la ignominia. Y es que los hombres de valor saben dónde está la esencia de cada proceso y a partir de ahí erigen su escala de valores. De ella, el genio aprendía con avidez. Fui testigo de la forma mágica que se respiraba en esa vivienda. De hecho, en una de las obras de Miguel Ángel Galbán (hijo del maestro) se habla del olor a café de las mañanas como de una esencia indescriptible que acompañaba las jornadas de teatro y de creación, de poesía y de cariño familiar. Estas son las pequeñas historias que arman una estela mayor y que dicen mucho acerca de la vida y sus derivaciones más luminosas.
No quiero abundar en imágenes grandilocuentes, pero cuando se entra al Guiñol de Remedios, uno halla como la forma o silueta de un fantasma bueno, que es la mezcla de muchas leyendas y magias a la vez. Se trata quizás del duende del que hablara Lorca o del famoso espectro que es el tema de uno de los cuentos de Oscar Wilde. Nadie ve ese fantasma, pero es como el olor a café, simplemente está ahí y te acompaña a lo largo de la función. Me he quedado luego, solo, en una de las lunetas del lugar y he meditado cientos de cosas. Para mí, que siento todo eso como mío, no solo resulta gratificante sino una experiencia mística. En uno de los muros del fondo del teatro, Fidel me contaba que había una especie de misterio de otra época que una vez le fue develado. Eso le pasó en un sueño en el cual llegó a viajar hasta el San Juan de los Remedios del siglo XIX. Nunca sabremos nada de esas esencias ocultas, quizás queden como todo el misticismo de los últimos años del maestro: entre la bruma. Pero uno que conoce una parte de tales aciertos del espíritu, suele quedarse ahí en el embeleso.
Regresando al presente, el Guiñol de Remedios ha tomado el nombre de Fidel Galbán y conserva la sala en el mismo sitio de siempre, con actores formados por la savia de su fundador. La ciudad va a crear un festival en honor de tanta grandeza, haciendo que cientos de artistas vayan hasta el humilde escenario local y rindan homenaje al fantasma bueno que habita esos recovecos. Todo es como un círculo que no cede en fuerza ni en tesón, todo se torna luz al final de tantos años de dureza. La vida retorna a su cauce y es tan intensa, tan auténtica, que solo podemos reconocerla, darle su sitial de honor, acompañarla en las mañanas como ese olor a café de hace décadas. Los hijos del genio, ausentes físicamente de las tablas cubanas, siguen haciendo leyenda en torno al apellido del padre en otras tierras. El arte no solo viene como aprendizaje, sino que es una sombra que nos recorre y que habita este momento llamado vida terrena. Toda magnificencia ha sido sencillez, trabajo, efímera gloria. En cambio, quedan las marcas de una obra hecha y de una ética y un humanismo. Nada enturbia lo que renace una y otra vez con la tozudez de tanta belleza y decoro.
Fidel Galbán escuchaba, en sus ratos libres, melodías de Johan Sebastián Bach. Decía que un sonido muy fuerte era capaz de dañar su sensibilidad y causarle una parálisis creativa. Por horas estaba en su sillón, pensativo, con la radio encendida. Luego hacía que su máquina de escribir pusiera un orden universal en las obras de teatro: aquí y allá estaba la vida, en todo su esplendor, como si hubiese una conexión entre Bach y los personajes. Uno aprendía que la maravilla de lo insólito iba de la mano de algo que nadie puede explicar y que muchos llamamos talento, por no saber de dónde proviene ni ser capaces de escudriñar su esencia. Nada queda fuera del legado de 55 años de obrar en medio del desierto, ni siquiera el deceso físico de un hombre hecho para la inmortalidad. Fidel era un genio que nos habló en una clave sencilla, sensitiva, bondadosa. Casi era una especie de padre para todos sus allegados.
Por ello, no bastarían unas líneas de una mera crónica para recordar la epopeya de los muñecos y del fantasma. Más que nada, tantas décadas de encuentro con lo insólito conllevan a una memoria honda y justiciera, una que nos traiga al genio junto a su grupo y expongan con equilibrio cada uno de los logros. El teatro, entonces, no solo es una cuestión humana y ética, sino formativa del espíritu, una especie de escuela, de clarividencia perfecta.
Fidel Galbán nos habla desde cada recoveco de la vida, con un lenguaje que nos parece futurista. A él le debemos la brillantez de este momento y en su gloria cabe toda la humildad de los grandes hombres. No solo aprendimos acerca del exceso de bondad junto al gato simple que no sabía qué es un ratón, sino que esa cualidad, tan ingenua y pura, es a fin de cuenta la única sabiduría posible.
En la sala de teatro, en los viejos muros, descansa el misterio de otras épocas del que tanto hablara el genio. Quizás como a la espera de una revelación mayor, que nos transforme y haga que esta era sirva como obra mayor y edificadora. Mientras, nos quedan las maravillas hechas para el tablado, esas que nadie hoy se atreve a ningunear.
El grupo está más vivo que nunca y se funde con un legado que le da sentido. La añoranza por Fidel es el aliento, la guía y la eterna sonrisa del hombre bueno.
Andrey
4/9/22 17:21
Bello escrito. San Juan de los Remedios siempre recordará a Fidel Galbán.
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