jueves, 19 de septiembre de 2024

Escuchar, ver… y decidir

El consumo cultural de productos degradantes puede ser el primer paso a una conducta violenta; la sociedad, y en especial la familia, no pueden estar de espaldas a esa realidad...

Yeilén Delgado Calvo en Exclusivo 31/01/2024
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Ruido de la música
Los medios y los espacios culturales deben abstenerse de reproducir lo degradante. Hay disposiciones y leyes que hacer cumplir al respecto.

La calle es un silencio espeso, un silencio dominical abrumador, pero disfrutable. Se puede hasta escuchar el suspiro del perro, la respiración honda de los niños que duermen la siesta…

Entonces la música, distorsionada por el excesivo volumen, se cuela en forma de ruido, y no deja ver la película, ni sostener una conversación, y casi ni siquiera pensar. Se cierran puertas y ventanas, pero se sigue colando la tortura por los intersticios de la casa.

No se sabe ya qué hacer por el malestar físico y síquico que provoca el vecino, y –mucho menos– cómo inventar para que los hijos no escuchen esas palabras soeces, que hasta a la madre hacen enrojecer.

Y surgen las preguntas: ¿Cómo puede aguantar esos decibeles el vecino dentro de sus propias paredes? ¿Qué le hace a su cabeza toda esa violencia verbal, esa “guapería barata”, esa incitación constante a ejercer una violencia descarnada contra mujeres y otros hombres?

No son necesarias muchas indagaciones para saber que está harto demostrado por las ciencias el impacto nocivo que puede tener sobre las personas (y en especial adolescentes y jóvenes) el consumo cultural de productos permeados de violencias y antivalores.

Mediante la cultura el ser humano adquiere referentes, y establece imaginarios. La industria cultural globalizada tiende a imponer obras y creadores que no siempre “liberan” y muchas veces encapsulan a sus consumidores en un esquema de estereotipos, enajenaciones y acriticismo.

Hay muchas maneras de llegar a libros, obras, espectáculos… que amplíen nuestros horizontes, que nos hagan crecer y soñar, pero el camino no es fácil para todos. A disfrutar una experiencia estética valiosa se aprende.

Ante la música degradante del vecino, está la opción de escandalizarse, o de culpar, sin hacer nada, al alcohol, la marginalidad, la falta de opciones recreativas o la crisis económica.

Sin embargo, hay más caminos que llevarse las manos a la cabeza. En primer lugar, asegurarnos de que nuestros hijos –aquellos a quienes como padres tenemos el deber legal y amoroso de resguardar hasta la mayoría de edad– escuchen otro tipo de música, se apropien de referentes y sepan distinguir lo procaz de lo decente, el bien del mal, y la manera civilizada de resolver conflictos.

Claro que, más parecidos a su tiempo que a nosotros, el medio les influirá, pero si no renunciamos a esa labor de orientadores perennes, ni siquiera en la compleja adolescencia, los frutos se verán.

Cuando falla la casa está la escuela como moderadora. El sistema educativo debe trabajar cada vez más para educar en el entendimiento al otro de los estudiantes, la no discriminación, la no violencia; y no permitir en sus predios conductas lesivas de la dignidad.

Hacer buenas personas es un trabajo de la comunidad en pleno, de la sociedad y su gobierno; la familia y los maestros necesitan de esa articulación.

Los medios y los espacios culturales deben abstenerse de reproducir lo degradante. Hay disposiciones y leyes que hacer cumplir al respecto.

Y para contrarrestar todo aquello que se reproduce ajeno a cualquier institucionalidad, el camino es la educación, la alfabetización cultural, que pasa por promover verdaderos referentes, por no culpabilizar sino entender, por brindar herramientas para decidir y opciones para hacerlo.


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Yeilén Delgado Calvo

Periodista, escritora, lectora. Madre de Amalia y Abel, convencida de que la crianza es un camino hermoso y áspero, todo a la vez.


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