Luego de una particular inmersión en el minimalismo anecdótico en el que tal vez su adaptación de El limonero real (2017), la novela de Juan José Saer, sea su mejor carta de presentación, el realizador argentino Gustavo Fontán, con La deuda (2019), apuesta por un ligero desvío en su trayectoria. Digamos que ahora resurge un poquito más “narrativo” con su película, aunque espectadores menos acostumbrados a la oleada observacional del cine latinoamericano más reciente puedan sentirse, todavía, un tanto incómodos.
Lo que sin dudas debemos celebrar de La deuda es la manera en que su realizador nos entrega una joyita, sin aspavientos, para dialogar en torno a la temperatura social bonaerense de ahora, de la crisis sociopolítica y económica que afecta al país. Mónica (Belén Blanco) ha sustraído dinero de un cliente en su puesto laboral y deberá reponerlo a la mañana siguiente, pues las implicaciones de su conducta no solo pueden afectarla negativamente, sino también a su compañero de trabajo. Sus vaivenes de un prestamista a otro para reponer la suma robada será apenas el pretexto de la mirada inclemente de una cámara que registra, de la noche al día, con un excelente trabajo del fuera de campo y una fotografía de luces mortecinas, las tensiones entre lo público y lo privado, la sensorialidad artificial, apática y alienada de los habitantes con su entorno.
En el despliegue mínimal de la observación naturalista, Fontán consigue articular una crítica sociopolítica sin amarrarse al ropaje de didactismo y moralina para un posible debate, solo a fuerza de puro simbolismo. De la periferia al centro y viceversa, los flujos vitales de la ciudad perviven en el despojo, en las estrategias de supervivencia que sus personajes establecen ante la decadencia económica y social en el que malviven. Por eso, los escasos minutos para el discurso verbal, así como los móviles para la acción, tienen en común las problemáticas de la insolvencia y las maniobras que se ejecutan para mitigarla a duras penas.
Es excelente: la agonía que respiran las zonas narrativas, como oasis para el relato, acaso resumen el malestar epocal, la máscara de constricción con que se mal lleva la vida. La manera, también, en que el trazado psicológico de los personajes y la caracterización del ambiente urbano transmiten la idea del sinsentido, de cuerpos vestigiales que sobreviven al lastre sin mucha preocupación absorbente por un futuro que se anuncia todavía más precario.
Lo más notable: poco más de una hora es el tiempo preciso que necesita Fontán para conjurar la eficacia de su mensaje estético. Asoma la impronta del thriller psicológico, a ratos demorado, que corre el riesgo de la incomprensión de espectadores menos exigentes. Acaba en el momento justo, con un final que puede sorprenderte o disgustarte, según lo mires.
Nada de esto sería suficiente sin la brillante interpretación de Belén Blanco, que lo deja todo al estoicismo de la gestualidad y mirada de su personaje, mientras asume la reparación moral. Edgardo Castro (La noche, 2017), en su rol de esposo, y Leonor Manso, primera actriz del cine, el teatro y la televisión argentinas, consiguen apropiarse de manera magistral de sus personajes en los escasos minutos que tienen para brillar en escena.
Te digo mi nota: un 4, bien redondo, de 5. Tiene el filme de Fontán, sin quitar ni poner, todo el encanto de una lucidez sin mucho ruido.
(Tomado de Cartelera Cine y Video, no. 176)
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